Salvo contadas excepciones, no suelo darle mayor valor a las posiciones absolutas, pues creo que casi todas nuestras acciones o decisiones conllevan, en mayor o menor grado, beneficios y perjuicios. La historia está plagada de ejemplos: lo que en un momento se presenta como un indudable avance puede generar efectos adversos no deseados, mientras lo que parece un error puede traer consigo aprendizajes o ventajas imprevistas. Casi nada es enteramente bueno o enteramente malo; lo sensato es reconocerlo antes de aplaudir o rechazar por completo una propuesta. En asuntos políticos y económicos, aceptar esa lógica de claroscuros ayuda a enfocar cualquier discusión en términos realistas y prácticos. La reforma tributaria que ha propuesto el gobierno puede dar un ejemplo de ello.

La mayoría de las medidas incluidas en la reforma, además de imprudentes, constituyen un nuevo golpe al bolsillo de los colombianos, que por estos tiempos se encuentra bastante maltrecho. Más aumentos en el precio de la gasolina y el ACPM, como se ha sugerido, significaría gravar prácticamente toda la canasta familiar, aumentando el costo del transporte de manera generalizada. Por otra parte, los incrementos —de nuevo— al impuesto de renta y a la tasa derivada de las herencias, entre otros, continuarían exprimiendo hasta la asfixia a la golpeada clase media y media-alta, de tal manera que seguirían pagando más y más impuestos siempre los mismos. Ni hablar de la incoherencia conceptual que supone aumentar el IVA a los vehículos híbridos.

Sin embargo, no todo es insensato, y ese es precisamente el punto. Resulta razonable incrementar el IVA a las bebidas alcohólicas y a las apuestas: son consumos no esenciales, con externalidades sociales evidentes, y es lógico esperar que generen mayores contribuciones al fisco. Lo mismo sucede con los impuestos al consumo de cigarrillos y vapeadores, e incluso con la idea de gravar las entradas a espectáculos culturales que superen los 500.000 pesos, dado que esas actividades no son imprescindibles. Eso sí, quizá con esas medidas la vida sea más aburrida para muchos.

¿Sería posible llegar a un acuerdo que permita aprobar esos puntos de la reforma —y algún otro—, sin tener que decidir la suerte de todo el bloque? Al Gobierno y al Congreso les corresponde separar lo sensato de lo insensato. Pero también a la ciudadanía le toca asumir una actitud crítica, sin dejarse llevar por posiciones fáciles de aprobación o rechazo. Tal vez la pregunta de fondo sea si estamos dispuestos a sostener un debate público que reconozca los matices, la riquísima gama de grises, y no se conforme con el cómodo simplismo del blanco y negro.

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