¿Cómo sanar el corazón después de ver la imagen de un niño que, a sus cuatro años, debe despedir a su padre asesinado? ¿Cómo asumir el profundo dolor que deja la partida de Miguel Uribe Turbay, antes de su tiempo, a manos de la violencia política, y el sufrimiento que queda tanto para su familia como para un país que siente que se repite un ciclo de atrocidades sin fin? Mientras Colombia sufre, duele y llora la partida de Miguel —quien dejó este mundo después de luchar dos meses por su vida—, muchos nos preguntamos si habrá alguna forma de sanar el desconsuelo que deja su asesinato, en medio de un país en el que la tragedia nos ha obligado a silenciar, administrar o regular las emociones que nos generan este tipo de sucesos. A Colombia se le ha impuesto, como consecuencia de su larga historia de eventos trágicos, la obligación de sufrir en sus “justas proporciones”.
La muerte de Miguel revive en muchos viejos y recientes episodios traumáticos: familiares víctimas de la violencia, personas asesinadas impunemente en los territorios, hijos e hijas que perdieron a su padre o madre en hechos de similar brutalidad. Estos acontecimientos, además de afectar profundamente a las familias, generan dolor, rabia o desesperanza colectiva que, si no se abordan de manera más abierta, seguirán alimentando la lista de resentimientos no procesados que carga el país. Una lista larga y diversa. El problema de no enfrentar estos sentimientos es que, al ocultarlos, crecen y pueden transformarse en más dolor, más odio o mayor división social. Los efectos ya los hemos visto: la sed de venganza ante la ausencia de justicia, la poca o nula empatía que la muerte de una persona con pensamiento distinto puede suscitar en algunos, o la instrumentalización del dolor nacional con fines políticos.
El lunes, al despertar con la noticia de la muerte de Miguel, de inmediato muchas voces llamaron a la calma, la reconciliación y la mesura, para evitar más polarización. Si bien estos llamados son necesarios —pues lo último que necesita el país es más odio o violencia—, no se puede esperar que una nación asuma un hecho tan cruel sin antes cuestionarse qué pasó, por qué la justicia ha tardado tanto o cómo es posible que esta historia se repita. Colombia necesita expresar sus emociones, dialogar no solo entre quienes piensan igual, sino entre todos, y sanar cuando llegue el momento.
A la familia, a los amigos y a todos quienes hoy están de duelo por la muerte de Miguel, les envío un abrazo solidario. Esto nunca debió pasar. Esperamos que la justicia llegue.
Otro tema: aunque he querido enfocar esta columna en los sentimientos del país, también es necesario reflexionar sobre los efectos que tiene la muerte de Miguel Uribe Turbay en la estabilidad de nuestra democracia, así como en quienes, con temor o con valentía, saldrán a recorrer el país para compartir su programa de gobierno y sus ideas. A todos ellos y ellas, sin importar su visión política, el Estado debe protegerlos no solo mediante el fortalecimiento de la seguridad, sino también a través del discurso, que no puede —y no debe— seguir siendo el del odio y la fragmentación.
@tatidangond