Recordar, recordar los años vividos, al lado de una madre que sobrepasó los cien años es un hecho relevante, no solo por el tiempo sino por los múltiples acontecimientos que juntos hemos vivido.

Se vienen nuestros recuerdos infantiles, de donde seleccionamos los nuestros y lo que ella nos contó.

Esther, la menor de los Calderón Castillo, nació en Ciénaga, en medio de una infancia feliz, al lado de 9 hermanos, acompañada de una madre muy cariñosa, la abuela mamá Ponchita, quien fuera la gran protectora de nuestras pilatunas. Nos esperaba impaciente al visitarla en su casa, con la primera recomendación de lavarnos bien las manos, colocarnos después el agua de colonia, y un poco de polvo en la cara y los brazos, para refrescarnos. Famosa por su silencio, pero firme con sus actitudes, veló siempre porque papá, no nos diera los severos regaños y castigos de la época. Inspiraba tranquilidad y cariño, sabiduría y decencia. Del abuelo, Juan B., líder político de la región, nos ha hablado siempre Esther, dejándonos una imagen, refrendada por quienes lo conocieron de un prohombre cienaguero y trabajador, que sin ser Bachiller escaló hasta el Senado de la República, donde luchó siempre por la unificación de las capitales costeñas.

En medio de una familia modesta y trabajadora, a Esther la complacieron, enviándola a muy buenos colegios de monjas, como estudiante-interna. En un tiempo afortunado, se enamoró en Cartagena de Andrés Villanueva Amarís, abogado, momposino, quien la sedujo a través de unos amores llenos de cartas, después de sobrepasar múltiples castigos y sinsabores. Los dos conformaron una familia, Andrés (fallecido), Álvaro, Clara (fallecida), German, Doris (fallecida) y Raúl.

Pero fue en Santa Marta en donde, rápidamente se llenó de amistades, distinguiéndose por su alegría y compañerismo.

De este entorno familiar, y en un ambiente regional, crecimos sus afortunados hijos, descendencia, y amistades, que hemos acompañado a Esther, recibiendo cada día, su don más preciado, el de transmitir amor, a todo aquel que se le acerque. A través de sus hermosos ojos verdes, su mirada firme, y cariñosa, como queriendo siempre ofrecer favores y emociones.

Todos trabajábamos, en la casa, con seriedad y anhelos, soñando siempre, que lo que hacíamos, cada vez sería mejor.

Nos quedó el recuerdo, de un padre honesto, sacrificado por sus hijos, estudioso y recto en todas sus acciones, unido al sentimiento de un amor profundo, que Esther siempre nos dio, y que hoy gracias a Dios, nos ha permitido tenerla en medio de nosotros, con las características de una alegría que impregna nuestros corazones.

Esther nos enseñó que, únicamente las familias y las amistades nos ayudarán siempre, a vencer los retos que el destino nos impone. Ella ha sido la luz que nos ilumina, permitiéndonos acompañarla, en sus grandiosos cien años.