En Roma antigua, cuando alguien caía en desgracia, el Senado podía imponerle la damnatio memoriae, ‘condena de la memoria’ en latín. Su nombre era borrado de inscripciones, sus monumentos y estatuas destruidas y su existencia negada como si nunca hubiera sido relevante. El castigo buscaba eliminar a la persona y a su legado por siempre.

Así pasa con los combustibles fósiles en los discursos de transición energética. Se busca prescindir de ellos en el futuro —legítimo en la lucha contra el cambio climático— y borrar su rol pasado y presente, como si fueran vergonzosos y no hubieran impulsado la industria, la movilidad, la vida moderna. Este deseo de condena de la memoria contra el gas, el petróleo o el carbón, resulta simbólicamente atractivo, pero literalmente peligroso. Es desplazar algo sin medir el peso que aún sostiene. Las energías renovables, claves para descarbonizar las economías, no pueden, por sí solas y por ahora, reemplazar totalmente la firmeza, confiabilidad y escala que proveen los fósiles. Pretender que sí, ignorando límites técnicos o realidades geopolíticas no es transición: es ficción. La memoria energética puede reconocer que los fósiles han sido, y siguen siendo, esenciales. Eso no implica renunciar al futuro verde sino construirlo con responsabilidad, sin borrar capítulos enteros del desarrollo humano. Necesitamos una transición energética con memoria, que recuerde, aprenda y supere; sin simular haber surgido de la nada. Por ejemplo, India, la democracia más poblada del mundo, está demostrando responsablemente que el crecimiento económico no tiene qué depender solo de los combustibles fósiles. Su PIB crece a ritmos asiáticos, pero su consumo de petróleo no. Su actual matriz energética es diversificada: mezcla etanol y gasolina, expande su red de gas natural comprimido, electrifica el transporte público, desarrolla hidrógeno verde y despliega parques solares. Está logrando un “crecimiento desfosilizado”: generando desarrollo económico con menor intensidad de consumo de hidrocarburos. En plena expansión económica, construye el sistema energético del mañana sin destruir el de hoy, integrando todas las fuentes posibles de energía. Para economías como la colombiana —con infraestructura ya instalada, ingresos fiscales ligados a los hidrocarburos y tejido productivo que depende en buena parte del gas, carbón y petróleo— la transición es más compleja. Apagar una fuente sin encender otra arriesga empleo, inversión, autosuficiencia y estabilidad económica. Colombia no puede permitirse una transición energética improvisada o basada en comparaciones simplistas, el país aún necesita financiar desarrollo con los recursos que genera el subsuelo.

La transición debe darse. Pero sin entender nuestras condiciones, sin hoja de ruta técnica ni blindaje integral, no será una transición: será un damnatio memoriae a los fósiles sin sustento de dicha condena. El futuro no debe oler a estos combustibles, pero si no se planifica, olerá a crisis.

@achille1964