Hay momentos que, en vez de cerrar un capítulo, parecen abrir una grieta. La condena en primera instancia al expresidente Álvaro Uribe es uno de esos. No porque esté por encima de la ley, eso no se discute, sino porque ver a un expresidente sentado en el banquillo, con todo lo que representa, abre una herida difícil de cerrar. Sí, cometió errores, pero nadie puede negar que ha dado la vida por este país. La condena a un expresidente siempre genera dolor. Lo generaría también si fuese Gustavo Petro, no por sus aciertos o fracasos, sino porque la investidura misma, con todo lo que encarna, no es un detalle menor.
Nadie está por encima de la ley. Pero esa verdad no elimina el dolor. Basta ver al país partido: un 60 % que carga con el golpe en el pecho y otro sector celebrando el fallo como si fuera una victoria personal. Ahí están mensajes como el de Camilo Romero: “Se acaba la era de los intocables.” Más que justicia, suena a revancha. Hasta el presidente Petro intervino, sin la serenidad que uno espera de un jefe de Estado en momentos tan delicados, sugiriendo desde X que Uribe se presentara ante la JEP a “contar su verdad”. Una invitación, que sonó a factura.
El contraste es lo que más hiere. En un país donde la “paz total” se vende como bandera y el perdón se repite como mantra, resulta paradójico que un fallo judicial despierte más revanchismo que serenidad. Porque la justicia, cuando se convierte en trofeo político, deja de ser justicia. Y más aún, cuando las penas no solo dividen, sino que desconciertan: cuesta entender que a Uribe lo condenen a 12 años por fraude procesal y soborno, cuando para miembros de bandas criminales que han cometido crímenes atroces, se propongan penas de 0 a 8 años en las negociaciones de sometimiento. Mientras ese rigor parezca selectivo, la justicia se desvanece y la confianza se destruye.
La derecha, en cambio, ha encontrado en esta condena una oportunidad inesperada para reagruparse. Lo que para algunos es justicia, para el uribismo se percibe como persecución, y ese sentimiento comienza a darle cohesión a un sector que venía dividido. Muchos admiten que Uribe no es infalible, pero insisten en que lo que hoy enfrenta es más un linchamiento moral que un fallo que represente el sentir de la mayoría del país. El desafío ahora no es solo defender su legado, sino encontrar quién logrará canalizar ese dolor y transformarlo en fuerza política de cara al 2026.
Quedan dos instancias para que Uribe se defienda como corresponde. Pero si cada fallo se convierte en bandera para unos y en derrota para otros, no es la justicia la que falla, sino quienes la usan como arma. La reconciliación solo será posible si dejamos de restregarle al otro quién ganó. Porque la justicia no está para dividirnos, sino para unirnos y reconciliarnos. Y nunca debe permitirse que la conviertan en trinchera.
@miguelvergarac