Ya es costumbre. Como por tradición malsana, vivir en Colombia se traduce en la acción y efecto de difundir, recibir o protagonizar noticias que son más que un triste antónimo de la palabra vida. El atentado contra Miguel Uribe Turbay es la repetición del patrón. Uno que llevamos a nuestras espaldas como un lastre del cual no podemos deshacernos si somos y queremos seguir siendo, en efecto, colombianos. ¿Está esa visión en nuestro ADN? ¿Los y las bebés que nacen en 2025 en este país vienen con ese chip incorporado?
La patria ya no nos duele. Está anestesiada. La hemos dormido para soñar con tratados de paz que representan los muchos intereses de quienes no son tantos. O bien, para hacernos “los locos” ante la barbarie y volvernos a acostar “tranquilos” después de habernos enterado de que un sicario de catorce años disparó contra un senador y precandidato presidencial mientras este pronunciaba un discurso sobre el porte legal de armas de fuego en Colombia, precisamente, para combatir actos como ese del que fue y sigue siendo víctima.
Y entonces, cuando la hoguera arde hasta doler, optamos por echarle aún más carbón. La ecuación del todos contra todos nunca ha funcionado bien en nuestra sacudida cuna de la alegría. Aun así, seguimos la misma línea del horror, que no es otro sino la violencia enquistada en la médula espinal de Colombia. Quien quiera que sea el responsable intelectual del nuevo hecho que entra a formar parte de la kilométrica lista de atentados en el país sabe que es una fórmula clásica para alimentar al pueblo ávido de confrontación, de pelea, de lucha a muerte. Lo que quizás ignora es que ese hueco profundo que como colombiano está ayudando a cavar es también su propia tumba.
De conductas extremas sí que sabemos los colombianos. Somos el resultado de un milagro tras otro en el supuesto país del Sagrado Corazón. Pero más bien somos el país del sangrado corazón. Porque sobre las cinco llagas de Jesucristo hemos meditado muy poco, y preferimos seguir sumándole heridas a la patria.
Desde los tiempos de la guerra de los Mil Días, cuando el país estaba dividido entre rojos y azules, Colombia fue consagrada al Sagrado Corazón de Jesús. Pero esos «caminos de gloria hacia la vida» que monseñor Bernardo Herrera Restrepo quiso trazar a principios del siglo XX para conseguir la reconciliación de los colombianos —animales más pasionales que políticos— es la hora y no han sido recorridos. ¿Qué nos impide caminar por esa senda? Lo que nos sigue empañando el futuro es atarnos a un pasado atestado de violencia y creer que no existe otra forma de vivir.