Todos hemos visto al niño que, cuando va perdiendo el juego, patea el tablero y se va llorando. En un parque, puede ser hasta tierno. Pero cuando quien hace la rabieta despacha desde la Casa de Nariño, la escena deja de ser graciosa. Y eso es lo que estamos viendo: un presidente que, tras perder 49 a 47 en el Senado, amenaza con convocar una consulta popular por decreto, como si la derrota no contara.

Antes de enredarnos en tecnicismos, que si la Corte, que si el Consejo de Estado, que si hubo vicios, hay que recordar lo importante: esto no debería ser un debate sobre las nuevas jugadas del presidente, sino sobre el bolsillo y la dignidad de los trabajadores. Por ellos se discute una reforma que pague el recargo dominical completo y que reconozca la jornada nocturna desde las siete. Esa reforma ya está a un debate de convertirse en ley.

Por eso, la consulta ya no es un gesto democrático para “escuchar al pueblo”, como repite el Gobierno, sino la pataleta de quien no quiere soltar el control del relato. Si el Congreso aprueba una buena reforma laboral, al presidente se le cae el guion del héroe solitario frente a un Capitolio insensible.

Convocar una consulta por decreto agravaría la crisis institucional y pondría en riesgo la democracia. Pero más grave aún, nos aleja de lo importante que son esas personas que madrugan y trasnochan y deberían cobrar lo justo por su esfuerzo. Eso no es ideología, es sentido común. Si se pagan bien los domingos y las horas extra, el trabajador duerme más tranquilo y el Gobierno se queda sin gasolina para sostener su narrativa de que el Congreso no quiere escuchar al pueblo. Pero sí lo está haciendo. La democracia no se mide por cuántas veces se convoca al pueblo, sino por los resultados que ese pueblo ve reflejados en su vida. Y hoy, ese resultado se llama reforma laboral.

Ya es hora de entender que la política sí puede funcionar sin consultas impuestas, caravanas o megáfonos. Colombia no necesita más shows ni discursos inflamados; necesita decisiones. Claro que la jugada presidencial rompe la lógica institucional, y si se concreta, habrá que impugnarla. Pero no dejemos que el ruido nos distraiga: cada tuit incendiario busca lo mismo, cambiar el foco. Al final, lo que revela a un líder no es cómo gana, sino cómo asume la derrota. Y hoy, la dignidad no está en Palacio, sino en el trabajador que fue escuchado.

Por eso necesitamos instituciones que hablen claro, ciudadanos que desmonten la desinformación y, sobre todo, que no permitamos que nos cambien las reglas en 2026: el voto sigue siendo la jugada más poderosa frente a quien intenta esconder las fichas. Este es el momento de recordarle a quienes gobiernan que esta partida se juega por la gente, no por el poder. Y de una vez por todas, hay que quitarle la narrativa al mal perdedor.

@miguelvergarac