Nuestra sociedad, que tiene tantas necesidades, cada sector tiene a mano un extenso pliego de reclamos.

Los industriales exigen mejores tarifas en los servicios públicos, mayor cobertura y elasticidad estatal en lo que atañe a la política de importación de insumos y materias primas.

Los comerciantes reclaman disminución de los impuestos y de la base tributaria, además de un generoso cupo crediticio por parte de los bancos.

Los inversionistas piden rebajar las tasas de interés para los dineros de colocación, mientras que los obreros insisten en mejores condiciones salariales y créditos domésticos.

Los independientes que laboran dentro del marco de la economía informal piden libertad para vender mercaderías en los andenes y calles de la ciudad.

También existen interminables colas de desempleados que piden oportunidades de trabajo. Sumado al campesino, ese incansable trabajador de la tierra y de nuestras despensas naturales, mártir del abandono y de la desidia oficial que se ha estado debatiendo entre el arado y las balas, entre las pestes y las inundaciones, entre las plagas y las sequías, entre la pobreza y el analfabetismo, es quien merece toda nuestra atención.

Un estudio especializado muestra como factor de inflación el desequilibrio que existe entre la producción del campo y la industrialización de las ciudades. El análisis señala que la producción rural agropecuaria utiliza un 80% del producto para alimentos, vestuario y salud. El 20% restante, que constituye prácticamente la ganancia o ahorro, debería ser reinvertido en el mismo sector productivo. Esto revierte de modo irracional hacia el sector industrial citadino.

Este fenómeno termina favoreciendo el auge de la industria, desestabilizando y descapitalizando el Agro.

La población humana en el mundo está siendo víctima de la creciente crisis de los recursos naturales, de la extinción de las especies, de la erosión genética, del desplazamiento de los suelos, de la tala de los bosques, de la crisis de la evolución, del envenenamiento de las aguas, de la extinción de peces, con una incidencia más directa sobre aquellos que viven especialmente de la tierra, de las plantas y de los animales.

Anualmente se pierde un número incalculable de millones de hectáreas de tierras cultivables a causa de la erosión, la contaminación y la conversión de tierras a usos no agrícolas.

Según William Clark, la cuestión básica no es la carencia de recursos. Muchos estudios han comprobado que se puede alojar y alimentar adecuadamente a la totalidad de la población del planeta y darle un medio que permita vivir más allá del miedo a la pobreza.

La clave es “cómo deben gestionarse y distribuirse los recursos existentes”.

Hasta el momento, todas las soluciones para la pobreza del campo están frenadas debido a la falta de educación, ayuda técnica, créditos, empleos, servicios de higiene, agua potable, luz eléctrica, derecho a la sanidad, al transporte, a las comunicaciones y a la seguridad social.

Por lo tanto, poseen los más altos índices de mortalidad, miseria y total permeabilidad a la explotación de la que son víctimas.