Otra vez pasó. La ciudad en la que nací siempre me llena de nostalgia. Llegan a mi mente recuerdos de colores sepia. Rebullen en mi corazón aquellas escenas vibrantes que disfruté. Los ojos se atiborran de lágrimas que humedecen el presente con las bellas experiencias del ayer.

Es un viernes. Decido salir a ver un juego de “bola e trapo”. Uno de esos que inauguran el fin de semana. Me alienta que mi ciudad se resista a las dinámicas del progreso y siempre quiera estar anclada a su historia centenaria.

Todas las calles de sus barrios se vuelven canchas extraordinarias para esos clásicos inolvidables. No seré el único espectador. Es costumbre en esa vieja ciudad sentarse en los pretiles a ver el juego de los “pelaos”.

Imagino a uno de los niños de ese barrio, con voz de líder, gritando que ya tiene lista su “línea” para enfrentar al equipo de la otra cuadra. Las piedras que servirán de arco ya deben estar acomodadas. Esperan que alguien se fije que son iguales y simétricas para los dos equipos. Los jugadores deben estar preparados para el partido. No dudo que se han quitado la camisa del uniforme del colegio, se han ajustado una vieja pantaloneta y se han desprendido de los botines escolares, que quedan escondidos en el escaparate hasta el próximo lunes, para salir a jugar a pie “pelao”, ya que así se puede dominar mejor la pelota.

No tengo prisa, porque esos partidos normalmente duran hasta que oscurezca y las mamás comiencen a insistir, con voz aguda, que ya es hora de terminar y de entrar a bañarse para cenar.

Salgo en el viejo Twingo gris, que me gané en una rifa hace 24 años. Busco por todas las calles que ahora están pavimentadas, silenciosas y solas. No hay un solo partido. Los niños no están. Tal vez están en una escuela de fútbol aprendiendo los movimientos tácticos que les roban la picardía de la calle, con la que realmente se juega, o estarán tras una pantalla simulando la realidad.

No me queda otra cosa que cerrar los ojos y ver esos partidos en la pantalla de mi memoria, donde siempre hay grandes jugadas y vibrantes emociones. Espero que de ahí nunca se vayan y me permitan encontrarme y conectarme con el pasado, con esas prácticas que marcaron de manera positiva mi vida, así sea con nostalgia.

Siempre he creído que la nostalgia, para todos aquellos que tuvimos el privilegio de nacer en el Caribe, no es solamente una simple manera de recordar el pasado y quedarnos estancados en él, sino una forma de hacer el presente. Es un marco referencial lleno de experiencias desde las que construimos conscientemente aquello que somos hoy.