El enardecido discurso del presidente Petro durante el cabildo abierto celebrado en el Paseo Bolívar de Barranquilla no defraudó a sus seguidores. El verbo fácil del jefe de Estado atizó con vehemencia –en una vibrante proclama de campaña– a sus habituales chivos expiatorios volcando en ellos toda la frustración acumulada luego de sus duras derrotas políticas en el Legislativo. Ya sea congresistas, partidos de oposición, líderes gremiales, grupos empresariales, y, en general, lo que sus parámetros ideológicos enmarquen en el concepto del gran capital fueron pasados, uno a uno, al tablero por el mandatario que recurrió a su conocido catálogo de tópicos para acusarlos de esclavistas, traidores y verdugos del pueblo.

En la defensa argumentativa de su consulta popular 2.0, a la que el triunvirato de sus ministros reformistas le adicionó cuatro preguntas nuevas sobre temas de salud a las 12 originales de corte laboral, Petro le notificó al país que su “discusión se dará en la lucha social”. De hecho, la posibilidad de una huelga indefinida quedó abierta como el mecanismo de presión a ejercer sobre el Congreso, al que le corresponderá darle trámite para votación.

Se avecinan tiempos aún más retadores que los actuales. Y esa es una afirmación que podría quedarse corta. La radicalización del discurso del presidente coincide con el tramo final de su mandato. Mantener al movimiento social y popular en pie de lucha de cara al 2026 hace parte de una estrategia electoral cada día más evidente. En consecuencia, atornillarse en el poder parece ser el destino final del salto al vacío al que Petro con sus amenazas lanza a la nación entera, a los que están a su lado y a los que no, con tal de satisfacer esa ansia autoritaria que lo consume, al extremo de intentar sustituir normas o leyes por su voluntad.

Imponiendo desde su privilegiada posición hegemónica un relato victimista del rencor, en el que se alza como el único y verdadero defensor de la libertad, la justicia social y los derechos de los más vulnerables, el jefe de Estado deslegitima o desautoriza a los poderes públicos que en el ejercicio de sus funciones constitucionales se le resisten.

Petro, quien ha sido parte del sistema la mayor parte de su vida política, sabe cómo arrinconar a la oposición y reducir a las instituciones. Basta con señalarlas de ser los enemigos del pueblo, que nadie mejor que él encarna o representa. En su imaginario no cabe, cuando le conviene, claro, el debido respeto por la separación de poderes, base del Estado de Derecho. Por tal razón, ha sentenciado que la soberanía popular o democracia participativa está por encima de la ley.

Con ese relato dominante de superioridad moral fomenta ahora el enfrentamiento del pueblo contra la oligarquía, etiqueta bajo la cual encasilla a quienes –a su juicio– se negaron a dialogar con él.

Es lamentable que el presidente de todos los colombianos sin excepción, porque de acuerdo con las reglas del juego democrático lo será hasta el día 7 de agosto de 2026, decida gobernar para ciertos sectores ciudadanos, en los que inocula además un resentimiento identitario. Su arbitrariedad quebranta pactos, degrada la cohesión social e invalida el conjunto de valores o principios que han sustentado nuestra confianza común.

Quienes por distintas razones no desean ser parte de esta lógica falsamente irrevocable se preguntan cuáles serán los efectos reales de la deriva autoritaria anticonstitucional en la que hemos caído o cuánto tiempo durarán.

Una sociedad precisa de certidumbres para progresar, también de concordia, coherencia y respeto. Palabras más, palabras menos, de moderación. La lectura del actual momento, ad portas de un paro general de 48 horas que dejará al país en suspenso, a millones de niños sin clases, a sectores de la economía formal e informal de brazos cruzados y limitará los servicios básicos, no la refleja por ningún lado.

Lo que ahora ocurre, por mucho que el Gobierno insista en ello, no es normal. Los abusos de poder jamás lo son. Arrodillarse a lo que el jefe de Estado pretende no es consecuente con la dignidad de nadie, tampoco lo es vulnerar los derechos de la clase trabajadora. Y por si quedaba alguna duda, mucho menos se puede tolerar que el voto en el Caribe o en el resto del país se compre o se venda. Quien lo haga, que pague por ello. La decencia no se negocia.

El consenso es el camino para abandonar los cien años de soledad de los que con asiduidad habla Petro. Si la fractura no se sana de ambos lados, se repetirá inevitablemente el ciclo del rencor porque siempre habrá una parte de la sociedad que se sentirá traicionada y clamará venganza. No parece que el modelo que ofrecen cure. A decir verdad, solo nos ha distanciado más. Es claro que su deseo revanchista les puede más que su anhelo de cambio.