El Heraldo
Editorial

Un drama de nunca acabar

Ignacio Romero Sulbarán Jusayu, ese era su nombre. Pero para muchos no pasará de ser una cifra, el número 27. El viernes se convirtió en otra víctima mortal de la desnutrición infantil en La Guajira. Ignacio era su nombre, y apenas tenía un año de edad.

Su historia es similar a la de los 26 niños wayuu que han  muerto a causa de complicaciones asociadas al hambre, solo en los diez meses que van de 2017.  

El niño llegó remitido al Hospital San José de Maicao desde el centro de salud de Siapana, en la Alta Guajira, con tos, dificultad respiratoria y fiebre, pero además presentaba una desnutrición aguda, informaron los galenos. El 26 de octubre tuvo una falla multisistémica que complicó su estado y presentó un paro cardiorrespiratorio que le causó la muerte. Su cuerpo fue llevado a la comunidad wayuu donde vivía con su familia. 

El caso de Ignacio, como todo el país lo sabe, es el común denominador en esta zona abandonada de Colombia. Según el último boletín epidemiológico de la Secretaría de Salud departamental, se han encontrado 793 menores de 5 años con desnutrición aguda y 414 niños con bajo peso al nacer solo en 2017.

En 2016 murieron 88 niños indígenas por desnutrición, y en 2015 se habían reportado 37 casos, lo que significó un aumento del 137%.

El líder indígena Javier Rojas Uriana logró en 2015 que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, decretara medidas cautelares en favor de los wayuu, pero los programas anunciados por el Estado no han tenido el impacto que se esperaba, como lo demuestran los casos registrados este año.

En estas comunidades las necesidades básicas siguen siendo un lujo, empezando por el agua potable y el saneamiento. Y para colmo, los dineros destinados al Plan de Alimentación Escolar del Ministerio de Educación y al programa Primera Infancia, del Bienestar Familiar, han sido saqueados por operadores y funcionarios públicos, algunos de los cuales han terminado presos.

Otro de los grandes problemas es que, por razones culturales, los miembros de esta comunidad indígena se resisten a que sus hijos sean atendidos por médicos tradicionales. Para prevenir que esta situación ponga en riesgo la vida de cientos de pequeños, los defensores de familia tienen orden de colocar bajo protección inmediata del Bienestar a todo niño cuyos padres se opongan. Sin embargo, se requiere una verdadera política estatal para frenar este drama de nunca acabar, más que pañitos de agua tibia.

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