El fuego amigo que durante la última semana ha consumido al gobierno de Gustavo Petro, un auténtico lanzallamas de acusaciones, descalificaciones e insultos, entre la directora del Dapre, Angie Rodríguez; el director de la Ungrd, Carlos Carrillo, y el ministro del Interior, Armando Benedetti, no resulta un simple cruce de declaraciones ni una diferencia técnica sobre la baja ejecución presupuestal en, al menos, cuatro contratos del Fondo Adaptación en la Mojana. Es la expresión más cruda de una lucha de poder interna que escandaliza al país, dinamita la credibilidad de un proyecto político que se comprometió a romper con las viejas prácticas, y confirma el silencio e indecisión presidencial, cuando quiere o le conviene.
Las graves denuncias de Rodríguez por presuntas irregularidades de Carrillo, relacionadas con “riesgos de corrupción, fallas contractuales y alertas ignoradas” en la subregión Caribe muestran un Ejecutivo fragmentado, en el que los altos funcionarios, en vez de coordinarse, se atacan para hacerse daño. Desde la Casa de Nariño se disparan señalamientos; desde las entidades se responde con denuncias penales, acusaciones de persecución y advertencias sobre intereses políticos enquistados en los territorios. Todo, a la vista de los colombianos.
¡Es patético! El problema ya no es solo quién tiene razón. El mayor escándalo es que estas disputas las tramitan como guerras personales, usando los canales institucionales como si fueran trincheras mediáticas. Cuando una directora, la mano derecha del jefe de Estado, acusa de forma pública a un importante funcionario de corrupción e ineficiencia y este le responde destapando conspiraciones, fortines políticos y capturas clientelistas que involucran a un ministro, lo que queda en evidencia es un gobierno sin línea clara de mando.
Y es así porque en medio de tan insólito cruce de imputaciones públicas sin atisbo de superarse por el rentable espectáculo de pan y circo que se le da a la gente, la ausencia de Petro —único árbitro y decisor posible— es muy diciente. Pese a la gravedad del choque, el presidente ha permitido que se prolongue sin intervenir. Si bien es cierto que no ha expresado respaldo explícito, no al menos de cara al país, también lo es que no ha tomado decisiones, como puede ser la remoción del principal cuestionado en el bochinche: Carrillo.
Tampoco el Ejecutivo ha señalado una ruta institucional para aclarar responsabilidades, a diferencia de Procuraduría y Contraloría que ya abrieron sendas indagaciones preliminares.
La ambigüedad de Petro tiene efectos corrosivos. Envía el mensaje de que las disputas internas pueden escalar sin consecuencias, que se resuelven por desgaste y que la lealtad política pesa tanto como —o más que— la gestión misma de sus funcionarios. En un gobierno que prometió máxima autoridad moral, su indefinición se convirtió en una forma de permisividad que aumenta la desconfianza e incertidumbre sobre su estilo de dirección.
En últimas, ¿quién manda, responde por proyectos estratégicos o asume los costos políticos de una deficiente ejecución? Ahora sabemos por qué tanto naufragio individual y colectivo en cuanto al desempeño del Gobierno. Sin liderazgo, las entidades se paralizan, los equipos se fracturan y los recursos públicos quedan a la deriva. Gobernar también es decidir, incluso cuando las determinaciones son incómodas. Mantener a todos en vilo, esperando señales que no llegan, solo ahonda las crisis. Y, en efecto, a un Ejecutivo de antológicas disputas de poder, casi todas protagonizadas por el ministro Benedetti, se le acumulan por montones.
Incapaz de ordenar su propia casa, el ‘gobierno del pueblo’ le ha fallado a los mojaneros. Inundados, como desde hace cuatro años, siguen esperando soluciones reales. Pero lo que descubren son agrias disputas políticas, obras abandonadas, proyectos mal concebidos e inversiones inútiles que ratifican sus denuncias de que se les considera un botín burocrático. Es ofensivo. La Mojana exige menos carreta y más acción con un sentido humano y técnico.
No cabe duda de que el Gobierno acabará como arrancó: con la coexistencia de centros de poder dentro del Ejecutivo, en el que perviven funcionarios que tienen algún respaldo del presidente Petro, otros que son sacrificables, y unos pocos que se saben intocables. Una asimetría de intereses aún desconocidos que explica por qué las peleas jamás se resuelven.








