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'Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias'. Fragmento inicial, Garbriel García Márquez

La noche de la presentación del primer libro de un joven amigo, luego de leer el autor uno de sus cuentos y recibir del público expresiones de complacencia, se le acercó un comentarista de literatura en redes de comunicación y le dijo sin rodeos: te voy a volver trizas.

–Eso es muy fácil, tratándose de un escritor desconocido como yo –le respondió el joven escritor con una madurez sorprendente; y agregó con generosidad, quizá con algo de compasión: en vez de perder el tiempo buscándoles debilidades a mis textos deberías ponerte a escribir los tuyos, que sin duda resultarán mucho mejores que los míos.

Refiero esta anécdota porque, al contrario de lo que sucede con los escritores consagrados, Cortázar, Vargas Llosa, William Ospina, a quienes el citado comentarista no se atrevería a señalarles desaciertos en sus obras, los no famosos son tratados de mala manera por personas que, tal vez conscientes de sus limitaciones creativas, buscan notoriedad haciendo comentarios destructivos.

Cuentan que a Bernard Shaw se le acercó una vez un individuo y le dijo que su obra había sido sobrevalorada porque, entre otras cosas, los personajes de su teatro eran tan inconsistentes como faltos de naturalidad los diálogos que establecen.

Estoy totalmente de acuerdo con usted –dicen que le respondió el dramaturgo–, pero ¿qué podemos hacer los dos contra tanta gente que piensa lo contrario?

Al famoso Bernard Shaw le resbalaban las críticas adversas; no le sucedió lo mismo al joven Guillermo Tedio, quien en los inicios de su carrera de escritor fue demolido por un comentarista vanidoso, de verdad ansioso de notoriedad. La demolición, en la que implícitamente el demoledor prometía, además, escribir una obra mayor, nos causó pena a Tedio y sus amigos. Treinta años después seguimos esperando del comentarista lo prometido, algo que por lo menos se aproxime a la totalidad de la obra construida por Tedio en las últimas tres décadas. Ahora, con un prestigio bien ganado, Guillermo Tedio es un escritor intocable.

En realidad, a cualquier obra literaria se le puede hacer reparos; de muchas se dice que les sobran o les faltan páginas. Los editores de Balzac se disgustaban porque en cualquier momento podía presentarse a la imprenta para corregir una palabra, una frase, un párrafo ya impreso. El mismo Neruda dice en el último verso de uno de sus poemas: «tal vez de un modo un poco menos melancólico». A Cervantes no le perdonan los cazadores de gazapos que a Sancho se le hubiese perdido el burro en un capítulo y apareciera montado en él en el siguiente, sin saber el lector cómo, dónde y cuándo lo encontró. Hasta Homero se duerme, le oí decir una vez a Ariel Castillo.

Al cuento 'El avión de la bella durmiente', que para mi mal me tocó en suerte comentar para esta edición de Latitud, también se le puede hacer reparos que, desacertados o no, resbalan en García Márquez, a quien, según los entendidos, han debido darle dos veces el Nobel: primero con base en Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada y La mamá grande, entre otras obras; y después del Nobel, en atención al reconocimiento universal que han merecido El otoño del patriarca, El amor y otros demonios, El amor en los tiempos del cólera y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, escritas luego de recibir el premio de Estocolmo.

No conozco caracterización física y moral más admirable y certera que la que Borges hace de un personaje del cuento 'La forma de la espada': «Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo»; Miguel Ángel Asturias no habla de un personaje siniestro que «era tan bello como Satán». García Márquez dice que Melquiades era un gitano corpulento de barba montaraz y manos de gorrión; se refiere a una Pilar Ternera «cuya risa espantaba las palomas»; y nos cuenta que «Prieto Crespi era joven y rubio, el hombre más hermoso y mejor educado que se había visto en Macondo».

Estas lacónicas caracterizaciones me hacen pensar que García Márquez sobreabunda en adjetivos al describir a la bella durmiente del avión. El adjetivo, nos dicen en la escuela, tiene la virtud de hacernos ver mejor el sustantivo que califica, pero varios adjetivos juntos, demasiados en este caso, pueden estropear lo que se propone el autor: hacernos visible la belleza de la durmiente.

En el primer párrafo, bastante largo por cierto, prevalece el adjetivo, no el verbo, que es el motor de toda narración, del género cuento en particular, dada su brevedad. El verbo hace avanzar la narración. El lector de cuentos no quiere que el narrador se detenga en descripciones que él considera innecesarias, ansioso como está por saber qué fue lo que pasó; quiere que sea como el cazador, que no tiene tiempo para detenerse a contemplar el paisaje porque lo que busca de salida es dar en el blanco, en la presa, para ponerle punto final a la faena.

No sé si el lector de este comentario admita que, como cosa rara, García Márquez es moroso en exceso al describir a la bella que ve de repente en un aeropuerto de París, y no llega a conocer a fondo.

Sin embargo, la sensación de morosidad que puede producirnos a algunos el primer párrafo del cuento, se disipa totalmente en su última frase, que es la que, como veremos, por fin nos hace visible la belleza de la durmiente: «Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y un aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvilias… Fue una aparición sobrenatural que existió solo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo».

Luego de la minuciosa descripción de la bella y su vestimenta, el narrador se complace en describir la crudeza del invierno y sus consecuencias, en la que fue llamada «la nevada del siglo», circunstancia que obligó a suspender los vuelos, de modo que tanto los viajeros que llegan al aeropuerto como los que no pueden salir provocan con el calor de sus cuerpos una atmósfera de primavera que no tarda en convertirse en una sofocación de verano, de la que «se levanta un olor de rebaño».

La dilatada pero bellísima descripción de los salones de espera, desde los que se ve caer la nieve que va cubriendo vías, automóviles y aviones, acaba por someter al lector a un estado de encantamiento que lo lleva a echar de menos lo que sucede, lo que suele esperar de quien le está refiriendo un cuento: qué fue lo que fue, como dice Rulfo.

Siempre he creído que las obras de Vargas Llosa se leen una sola vez, porque lo más sobresaliente de ellas es la trama; en cambio no nos cansamos de leer y releer a Borges y García Márquez porque más allá de los acontecimientos, cuyo tejido no descuidan, encontramos una manera de escribir, una prosa que, como los crepúsculos de la tarde, nunca deja de producirnos una honda emoción estética. Cada una de las páginas de García Márquez comporta en sí misma su valor estético, las del peruano valen por la trama, por lo que va a pasar en las siguientes.

La verdad es que a la bella durmiente no le pasa nada, tal vez por eso el cuento no se titula La bella durmiente del avión sino 'El avión de la bella durmiente'. Al cuento no lo sostienen los acontecimientos, que es lo característico de este género literario, sino la belleza de la prosa. Quiero decir que 'El avión de la bella durmiente' no crea expectativas, no hay fuerzas en conflicto, llega el momento en que el lector nada espera que suceda, sigue leyendo porque el narrador lo mantiene encantado.

El cuento es una mezcla de realidad y ficción, de invento, por lo que el que comentamos parece tener mucho más de crónica. Todo en él está tan bien contado, sobre todo descrito; los hechos lucen tan ciertos que pueden dejar la sensación de que nada se ha inventado.

'El avión de la bella durmiente' no es la historia de un amo