Todos tienen, en mi opinión, un trozo de melancolía en sus esquinas. Una grieta de tristeza anticipada o perpetua. A pesar de su fuerza y su imposibilidad de invalidez, tienen alma de algodón, están hechos de hierro y de acero, pero también de cansancio. Son tan sólidos como el llanto del soldado honesto que lleva su gesto fruncido queriendo ser niño y queriendo dejar el corazón en cada lágrima, tal vez, para encontrar en su sollozo una voz tierna y dulce que se convierta en refuerzo y les permita permanecer inmóvil por unos lustros más.

Parecen todos intuitivos, suelen perderse entre espacios refinados e indescifrables como bosques y atardeceres. Lucen galantes la inmunidad que produce rozarse con el filo del viento y con las aspas del sol.

No pueden ocultar su misterio, el asombro y la tragedia que están en sus cuentos de infancia.

Son la espalda de las emociones más descarnadas, son morada y al mismo tiempo, son infancia y fantasía. Son memoria y son asiento de enamorados efímeros que no saben de lo efímero de su amor, pues creen que los pactos que se sellan en su orilla al lado del farol son eternos y no los maltrata el tiempo.

Son sitio que permanece intacto para los derrotados, para los solos o los desahuciados. Son, sin duda, punto de referencia, recuerdo, fotograma e inspiración. En la noche oscura, son lienzo para aerosoles de colores de artistas sin papel. Son realidad y son vacío, y aunque nunca son encuentro, son siempre proximidad. Los puentes, más que una obra, son seres incorporados a los espacios rotos, son el ensamblaje perfecto ante lo volátil y lo inconstante. Son conexión de dos destinos, son enlace de dos almas, son intercambio y son progreso. Son símbolo de entendimiento universal, son dos manos agarradas, son las cercanías entre las distancias, son acercamiento con lo desconocido, son ingreso, son soporte, son de nadie y son de todos, son pasaje, son búsqueda, son arco iris. Son desafío y son vínculo. Son dos corazones.

Los puentes son indispensables para perdonar, para unir, para crear, para sobrevivir y para avanzar. No son sólo acercamiento, son descubrimiento, son encarnación, son sentimiento y movimiento. Son el paso de lo real y de lo que no se toca. Son sutura, son la posibilidad de conciliar los extremos, son la exploración y estímulo del crecimiento personal. Son la oportunidad para superar obstáculos físicos o emocionales, nada menor.

Por estos días he recordado a la señora Carmen. La conocí en el viejo continente cuando era yo un muchacho de no más de 21 que reforzaba en otras latitudes mis estudios y vivencias. Doña Carmen se ganaba la vida cuidando niños tres días a la semana y, los otros cuatro, en turno doble del servicio doméstico. Sus tránsitos eran su enciclopedia. Observaba tanto, que su conocimiento de la ciudad era admirable. Su amabilidad, gentileza y generosidad, la hacían ver, además, como una extraordinaria agente turística.

Sabía el nombre de casi todos los puentes sobre el río Támesis, le gustaban tanto, que a todos impulsaba a visitarlos y, los más importante, a mirarlos de manera especial.

Gracias doña Carmen, hoy entiendo más que nunca la importancia de todas sus enseñanzas, la poderosa simbología de sus consejos.

Todos en la vida hemos sido puente, hemos necesitado uno y, todos, podemos ser uno de nuevo, quizá este sea, el instante más valioso para serlo.