Estamos rotos por dentro, caminamos siendo retazos y tratamos de sonreír, pero nos duele donde nadie sabe, tenemos fragmentos de nuestra vida que aún no sabemos cómo incorporar a la misma. Todos llevamos con nosotros mismos un puñado de dolor en el bolsillo de adelante del chaleco, venimos del llanto y nos pesa el desconsuelo que no nos pertenece. Tenemos goteras en nuestros techos, algo nos aflige y la memoria y el recuerdo de otros tiempos, de otras vidas ya vividas por nuestros abuelos, son la estela del espasmo que sentimos.

Podríamos decir que el ser humano escribe su vida en tres segmentos: uno, el espacio relacionado con su casa, su hogar, su familia; dos, el que advierte su trabajo, su oficio, su actividad en busca de sustento; y tres, sus tránsitos.

Este último, siempre llamó mi atención. Considero que en los tránsitos nos encontramos con nosotros mismos. Allí buscamos aliento, solución, alivio. Observamos hacia adentro y hacia afuera, todo pasa en el tránsito y todo está por pasar en él.

La mujer en el autobús que sujeta su bolso a su vientre, con la intención de protegerse, tiene en su mente el rostro de sus hijos, eleva una oración por ellos y los bendice en la distancia, espera que puedan calentar su almuerzo sin contratiempos en la tarde, y que les guste el sabor del alimento que dejó preparado muy temprano, antes que saliera el sol. El hombre a su lado piensa en su presente, suma y resta, confía, pero no le alcanza. La chica en la ventanilla sufre un mal de amores, no entiende por qué, si tanto lo presentía, no atendió su voz interior, solo le bastó ver a su enamorado irrespetando la palabra, el compromiso y el amor, en la esquina de su casa, al lado de su tienda favorita. Las deudas saltan de cabeza en cabeza, de puesto en puesto. Los abrazos que nunca recibió en su infancia hacen del hombre de bigote con camiseta de la selección Colombia, un hijo del silencio que extraña la ternura aún sin conocerla. A sus 67 años la señora Emilia, en la tercera fila, lleva a su nieta de 12 en las piernas, la ha cargado toda la vida, la acompaña al médico con la esperanza de que algún día el asma de su pequeña cese y entonces, ella pueda volver a respirar, así sea, para morir en paz.

El retrovisor de un autobús expone las realidades del camino, es retrato de la suma de emociones y verdades que cada uno alberga en su energía, todo flota en el espacio y cuando un pasajero abre la ventanilla en busca de aire fresco, todo vuela y conecta con los mismo a quienes van en bicicletas, o en sus autos, camionetas, patinetas, o en sus pies.

Cuando llegamos a nuestro destino, somos la sumatoria de todos nuestros pensamientos, emociones, sueños, frustraciones, intentos fallidos y heridas por cerrar. Todos hacemos lo que podemos y de la mejor manera posible, con nuestras herramientas, con nuestras capacidades y con nuestra voluntad.

Es por eso relevante, en nuestro próximo encuentro, cualquiera que este sea, que paremos un instante y recordemos, cuando miremos a los ojos, que todos venimos de nuestro propio tránsito; entonces no juzguemos, no pidamos, ni gritemos. No abusemos del momento. Todos estamos tratando de repararnos, de cosernos, y seremos más nosotros siendo el otro. Solo así podremos ver descanso, ascenso y no tormento.