Siempre llamaron mi atención las cartas de los lectores que aparecían en las páginas de los diarios, semanarios o publicaciones mensuales o esporádicas que consideraban oportuno incluir las mismas en sus ediciones impresas o digitales, y que llegaban a mis manos, o a mis ojos, provenientes de diferentes latitudes o de la esquina del barrio.

Tan gratas para mi eran las del pasquín, como las de los títulos renombrados. Algo en ellas rondaba todos mis campos. Eran olor a cemento húmedo, a una cena navideña y a perfume evaporado. Eran todas, como hermosas misceláneas siempre abiertas, siempre con algo por descubrir.

Las letras ajenas, desprevenidas y sueltas, llevan en su esencia poca condena, son verdad y son bálsamo. Pueden ser proverbios, sabiduría popular, anécdota, reflexión o grito. Algunas tienen la magia de referenciar palabras desconocidas, casi todas: sentimientos diáfanos. Es cierto, otras albergan injusticia, sueño e ilusión marchita, reclamo y queja, pero así mismo, exponen con grandeza vivencias ciertas, en consecuencia, están cargadas de honestidad.

En una de ellas, Diana de 39 años, describe su oficio en detalle, era enfermera y se había dedicado durante casi 20 años a cuidar adultos mayores, la mayoría de ellos con algún tipo de demencia. Su narración se hacía tremendamente conmovedora cuando especificaba el estado de muchos de ellos, pero de un momento a otro era poesía y de manera mágica ilustraba y reseñaba con detalles depurados el brillo de sus ojos, sus miradas y la gratitud en sus pupilas.

La carta era un testimonio de bondad sumergido en lo que ella llamaba “amor puro” como aquel que le brindaban sus pacientes, el que por sus características desconoce el tiempo, el espacio y el nombre para valerse únicamente por sí mismo, sin interpretaciones ni deseos. Sin complacencias, sin diferencias ni formalismos: amor puro.

Tal vez el amor que recibía Diana era el mismo que brindaba y no le interesaba verlo así. Su mensaje rezaba en el papel por la mejora en la atención hospitalaria para ellos, pero entre líneas, exponía la importancia del amor ascendido, libre y desadvertido, el que se da sin darse cuenta y el que recibe como regalo sagrado.

Recuerdo haber buscado a Diana para consultarle varias cosas. No tuve suerte, pero jamás la olvidaré. Su escrito me hizo recordar que el amor puro es alimento que se encuentra, cuando no se espera, porque con recibirlo es suficiente. Me hizo entender que hay pupilas que no mienten y algunas veces las dejamos de mirar temprano. Me hizo sentir que cuanto menos esperamos, más recibimos. Me hizo pensar en lo valioso que es el amor en estos tiempos revolucionados y adversos. Me hizo no tener miedo a citarlo, me hizo encontrar un motivo para escribir sobre ello, reconociendo en su texto mi iniciativa.

Me hizo levantarme y ver en todas las miradas un tránsito hacia al amor puro en alguna tarde próxima de octubre o de abril. Me hizo releer cartas de amor universales e invitarlos también a que lo hagan, a que las escriban y las compartan, pues en ellas, hay más oxígeno que las noticias.

Evidentemente la de Diana, era una carta de amor, no de auxilio. Como si todo fuera poco, me hizo comprender cuán importante en la vida, es saber leer entre líneas, entre otras cosas, para descubrir el amor puro.