Si cualquier ciudadano del común acude al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española y busca la palabra “intervenir”, entre las muchas definiciones encontrará, en primera instancia, “examinar y censurar las cuentas con autoridad suficiente para ello”. Se trata de un verbo transitivo, es decir, que requiere de una persona o cosa para que su acción tenga un efecto.

Partiendo de la premisa descrita, lo que en cualquier Estado serio y aplicado se esperaría es que si una autoridad administrativa constituida toma la decisión de “intervenir” a cualquier empresa, ya sea pública o privada, es porque tiene no solo la facultad constitucional y legal, sino la moral para examinarla, cuestionarla, pero sobre todo la experiencia, el conocimiento y la estrategia para transformar el problema que dio origen a la intervención en las soluciones adecuadas para impactar o beneficiar a quienes se han visto perjudicados.

Paradójico resulta, por demás, que en el caso del Gobierno colombiano –señalado por su pésimo manejo fiscal– las intervenciones administrativas de sus organismos supervisores no están solucionando los problemas ni mejorando las atenciones de las empresas objeto de esas decisiones.

Solo por citar un ejemplo está el caso de Air-e, que ya completa 10 meses bajo el manejo de la Superintendencia de Servicios Públicos con cuatro agentes interventores, deudas multiplicadas y un riesgo de apagón cada vez más inminente por la falta de gestión.

Pero dejemos de un lado la energía para centrarnos en otro de los grandes problemas que ha agravado el actual gobierno con sus decisiones –una vez más imposible no señalarlo– marcadas por la ideología y no por los criterios técnicos y financieros que deben predominar en quienes tienen a cargo garantizar los derechos ciudadanos.

Es el caso de la salud. En su afán reformista y refundacional el presidente Gustavo Petro, con la operación dirigida y sostenida abiertamente por el ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, se propuso marchitar el sistema y con ello las entidades promotoras de salud (EPS).

Así fue intervenida en abril de 2024 Sanitas, que cuenta con 5,8 millones de afiliados, una de las más grandes y sólidas del país, pero que terminó como casi todas asfixiadas por la insuficiencia de la UPC (unidad de pago por capitación) y la falta de reconocimiento oportuno de los llamados presupuestos máximos. La Superintendencia de Salud ordenó la medida administrativa argumentando problemas financieros y elevado número de quejas por las deficiencias en la prestación de servicios a sus usuarios.

Esta semana la Corte Constitucional dejó sin efecto la intervención ordenada por el Gobierno por violación al debido proceso y devuelve a Keralty el control y manejo de Sanitas. Buena noticia que celebró el grupo empresarial español, las asociaciones de usuarios y dirigentes políticos que se oponen a la reforma que pretende el Gobierno y que ya naufragó la primera vez en el Congreso de la República, pues lo que se espera es que en menos de dos semanas el control de la EPS retorne a manos de sus propietarios.

La mala noticia es que –de acuerdo con lo reportado por el abogado de Keralty– la recibirán en una situación “calamitosa” y con su valor económico destruido. Tras 14 meses de intervención los problemas de la entidad no solo no mejoraron, sino que empeoraron. El daño ya está hecho y le corresponderá al grupo empresarial recoger los pedazos y procurar enderezar el rumbo para beneficio de sus usuarios que sintieron el golpe en el servicio que, con todo y sus defectos, recibían.

En tanto todo transcurre, el sistema sigue cada vez más deteriorado, sin un plan de contingencia que busque en verdad mejorar y garantizar, sobre todo, el derecho fundamental a la salud, salvo una reforma que no tiene ninguna posibilidad en el Congreso y que es y ha sido, hasta hoy, el único plan del Ejecutivo que no está dispuesto a llegar acuerdos para una reforma de fondo y consensuada que realmente produzca cambios positivos.