Me acostumbré a ver el vuelo de los pelícanos cada mañana, a eso de las 8:45, un grupo de ellos vuela frente a mis ojos. Alineados, en silencio y provocando una paz inconmensurable, se dirigen hacia el norte.

Los pelícanos vuelan en posición perfecta y en formación óptima, vuelan en forma de V o vuelo delta, un sistema que produce alta eficiencia y donde cada ave gana impulso de la que vuela adelante. Es una sinfonía que preserva la energía de cada integrante del grupo, la preserva tanto, que disminuye su ritmo cardiaco considerablemente y facilita el desplazamiento. De manera mágica, produce lo mismo en quienes tenemos la fortuna de observarlo y la disposición para sentirlo. Disminuye nuestro ritmo cardiaco y lo facilita todo.

Durante un par de semanas extrañé su vuelo, el polvo del Sahara que voló también por el Caribe Colombiano impidió nuestro encuentro diario. La sabiduría de la naturaleza y de mis amigos los pelícanos, los llevó también a resguardarse para conservar su vida.

Tuve que quedarme entonces con el polvo del Sahara y encontrar también en él su enseñanza y su aporte. Ese polvo gris, brumoso y luminoso, contrastó en mi memoria con los recuerdos del algodón de los Hombres Azules y una de las historias más hermosas que alguna vez conocí.

El techo de sus casas es el cielo, por eso consideran que el azul es el color del mundo.

Se dedican a pastorear rebaños de camellos, cabras y corderos. Se guían por el sol y las estrellas, su vida consiste en buscar agua.

Los Hombres Azules o Señores del Desierto, son parte de un pueblo nómada, solitario y orgulloso: Los Tuareg o “abandonados” habitantes del Sahara que cubren su rostro con un turbante azul de algodón que los protege del sol y de la arena, este, suelta un poco de tinta en su piel y hace que se torne del color de su cielo. De ahí su distintivo. Son silenciosos, acostumbrados a agudizar la vista e identificar cualquier señal de vida en las huellas de los animales, en las plantas o en el lenguaje de la tierra. Leen en la arena la escritura de la vida. No se les escapa nada de lo ven en el camino y eso, los hace encontrar certeza, sabiduría y paz en cada paso.

Las respuestas más bellas que leí en una entrevista, las entregó un Hombre Azul a un colega español hace varios años.

En una de ellas describe el lugar donde creció como “un espacio donde cada roce es valioso, sentimos una enorme alegría por el solo hecho de estar vivos, juntos. Allí nadie sueña con ser, ¡porque uno ya es!"

Moussa Ag Assarid es el autor del libro “En el desierto no hay atascos” un relato lleno de enseñanzas de un Hombre Azul en medio de la civilización, en reflexión continua, pertinente y oportuno en estos momentos donde el cambio sistémico apenas empieza mostrarnos sus efectos.

Extrañando el vuelo de los pelícanos encontré el polvo del Sahara, y en él; el recuerdo de los Hombres Azules que oyen el latir de su corazón en medio de las noches en el desierto, y en ello; la importancia de preservar, de cuidar, de respetar, de trabajar en equipo y entender que nuestra conducta, comportamiento y pensamiento, afecta no solo a quienes tenemos cerca, y ahí; la libertad del nómada y del ave migratoria, orientados por sus alas y sus velos, sin derroches, sin excesos.

Detrás de cada cortina o cada título sigue existiendo la posibilidad de encontrar respuestas. No se cuál sea la noticia de mañana, pero procuraré ver también en ella, un Hombre Azul o un pelícano.

En el desierto no hay atascos, como lo dice Moussa: “porque nadie quiere sobrepasar al otro”, en el vuelo de los pelícanos, tampoco. En ambos, ¡mucho que aprender!