Me ocurrió hace varios años en una librería bogotana, preguntaba por la novela Cuatro años a bordo de mí mismo de Eduardo Zalamea Borda, publicada en 1934, y el dependiente regresó con un libro cuya portada era la icónica fotografía del expresidente Andrés Pastrana en el Cagúan al lado de una silla vacía y cuyo título decía Cuatro años a bordo de sí mismo. Desde mi súbito desconsuelo añoré los tiempos en que los libreros eran auténticos farmacéuticos de la cultura y me pregunté como un lector colombiano podía desconocer esa obra emblemática que fue considerada, al lado de la Vorágine, la novela moderna por excelencia en nuestro país durante la primera mitad del siglo pasado.
Hace unos días evocábamos dicha novela en una conversación telefónica con Gustavo Bell quien la había releído con deleite por estos días de transición al año nuevo tan propicios para la lectura. Y es que cada vez que volvemos a este tipo de obras las apreciamos con mayor detenimiento pues ellas nos preservan inesperadas revelaciones, sutiles datos históricos que pudimos pasar por alto en los acercamientos juveniles. Con razón críticos como Jaime Rodríguez Ruiz ven en Cuatro años a bordo de mí mismo una crítica a los valores de la modernidad dado que, al contrastar el medio urbano bogotano con una Guajira distante en la geografía y en el tiempo del resto de la nación, se constituye en una estrategia de desterritorialización de los espacios construidos por dicha modernidad que toman como referente al mundo noratlántico al tiempo que desconocen otras formas de concebir y ordenar el mundo originarias de su propio país.
Mirarla con minuciosidad etnográfica permite acercarnos a los cantos populares de la época. Meme, una de las pasajeras de la famosa goleta de Riohacha, canta unos versos “La mujeres de Riohacha son como el palo florío, que apena le dicen argo, mamaíta quiero marío”. A diferencia de hoy los capitanes de barco guajiros preferían la ginebra al whisky. La gente jugaba animadamente a la lotería en los espacios públicos. La elasticidad y tolerancia en las prácticas amorosas que describe Zalamea sobre las gentes guajiras en los años treinta debieron haber sido percibidas como transgresoras de las normas del rígido decoro bogotano de entonces. El protagonista observa a dos mujeres indígenas, una de ellas hija del cacique de Ahuyama, que se besan en un lugar lleno de sombra detrás de un rancho y afirma “es una raza extraña ésta con esa libertad sexual ilímite y con todos los conflictos sociales solubles por medio de la indemnización” pero, “a eso llegará la civilización por el camino que lleva” concluye.
La novela es narrada desde una constante exaltación sensorial. Algunos críticos como Carolina Amaya la han visto como un viaje iniciático similar al de los chamanes novicios. Según dicha autora el libro abre puertas hacia mundos nuevos e inimaginables. “Para entonces, resultaba polémico, blasfemo, anarquista”, ochenta y cinco años después “se le reconoce su misión: la sociedad se está renovando”
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