En una de sus maletas de viaje había una especial. Grande, pues eran muchos los compromisos y gradualmente se iba llenando de muchas y variadas cosas. La ropa para los padres y las monjas de la región. Además de esto estampas, medallas, libros alusivos y textos sagrados con muchas oraciones. Cuando iba a una tienda en Roma pedía 50 bendecidas y así iba complementando todos los requerimientos de estos religiosos que se desvivía por ella y prestaban un gran servicio a la región. No podía faltarle uno y a todos ellos llevaba un pedacito de biblia, escrito hace siglos, y que expresaba la conexión con el mundo hebreo. Esa era mi Tía Ana María, una mujer buena, generosa y un ser humano piadoso con una vertical tendencia hacia Dios y su devoción.

Sesenta años cerca de nosotros y cómo fue contribuyendo en nuestra formación. No fue una persona de grandes discursos o regaños veinte julieros. Solo mencionaba el tema tangencial y con esto era suficiente, sabíamos que la habíamos embarrado y había que echar para adelante. Participó durante su vida en muchas y variadas actividades. Lideró en el Sincelejo pueblerino la llama de la separación del Viejo Bolívar. Cuando esto ocurrió en 1968, recibió el ofrecimiento de la Gobernación de Sucre y con una generosidad y desprendimiento magnánimo le dijo al presidente Lleras que su oficio eran los nueves hijos.

Recuerdo mucho los paseos y la semana en su Finca El Socorro. Al pie y a la par con los vaqueros, no había tiempo para el descanso y los espíritus infantiles se gozaban estas jornadas. Aún tengo fresco en mis recuerdos la atención durante las Fiestas del Veinte de Enero. La presencia en la corraleja, las cabalgatas y los bailes que amanecía hasta el día siguiente. Eran fiestas que exigían un estado físico singular y en su casa existía la vitamina renovadora de energía.

Una gran educadora, su casa abierta en la Calle 40 en la Soledad era el sitio de las reuniones de los muchachos. Cómplices con sus hijos y sobrinos y alcahueta para que no faltara “el aguardiente” Jugábamos dominó, veinte y uno. Llegaban a veces unos sonoros mariachis que interpretaban canciones del corazón de uno de los asistentes. Acechaba desde lejos como un reptil emparentado, que llamaba y se escondía, la temible ruleta. Nos divertíamos… gozamos en esa época que se nos olvidó y se fue lejos la Bogotá temeraria y peligrosa que nos esperaba afuera.

La dinámica de la vida y las profesiones elegidas nos distanciaron un tiempo. Sin embargo, las reuniones o cumpleaños nos acercaban. El quehacer político de Tío José fue el barco que movió la familia Guerra de la Espriella durante muchas décadas. La política cruel no deja gratitud y tuvo los sinsabores del ejercicio. Lo heredaron sus hijos y todavía uno de ellos con algunas dificultades que no se han solucionado.

Vaya pareja estable y feliz. Luego llegaron las enfermedades a la familia y una con carácter genético se quedó en ese árbol. El temible Alzheimer y toda la secuencia que esto implica. Muchas veces hablamos con ella sobre el cuadro clínico, el tipo de pensamiento y la alteración en la memoria y comportamiento. En forma inexorable y progresivo afectó a Tío José y ella le acompañó hasta el último minuto. Nadie sabe, ni siquiera sus hijos, el sacrificio tan grande que debe hacer el acompañante de un paciente como estos. La familia se distiende y muchas ramas se quiebran. Es muy duro lo que sucede y a veces los tallos de sostén se parten por estos designios genéticos. Aun no entiendo, como en la fase final de enfermedad, ella lograba comunicarse.

Sus hijos, sus éxitos y problemas, fueron su debilidad y deleite. A todos los acompaños. gozó y sufrió con ellos. Cuando fueron nombrados en las carreras académicas, en los triunfos políticos. Pero también cuando los derrotaron en las elecciones o los señalaron de hechos pasados. Nunca le escuche cuestionar o poner en duda la solemnidad de la justicia, siempre el refugio del dictamen eran las oraciones que rezaba en su casa, en silencio, fe y esperanza en el mañana.

Algo llamó mi atención el día que falleció a los 90 años. Había escrito con su puño y letra, con su Amelia de testigo, como quería que fuera su velación y su entierro. El sitio de velación: su casa. Que la pintura de los labios fuese vino tinto y solo un toquecito de maquillaje, tenue, en los pómulos. Un pijama rosado con un crucifijo. Que la cremaran y sus cenizas la llevaron al lado de su marido.

Diptongo: Tía Ana María de la Espriella de Guerra: una vida plena.