Pues haz infraestructuras. ¿Quieres turismo? Haz infraestructuras. ¿Quieres desarrollo sostenible, energías limpias, menos desigualdades, paz y seguridad? ¿A que no lo adivinas? Exacto. Haz infraestructuras. ¿Son las infraestructuras el bálsamo de Fierabrás, el tónico que todo lo cura, que afirma El Quijote? No, pero sin ellas es muy difícil curar nada. Como dijo Aron, economía y política van unidas y se parecen mucho la primera a hacer una tarta lo más grande posible y la segunda a tratar de distribuirla del mejor modo. Para idear buenas políticas hay que tener claros unos cuantos principios económicos. Si no se tienen o si te equivocas, te arriesgas a encoger la tarta que después no podrás distribuir entre nadie de lo pequeñita que te habrá quedado.
Por ello, a la hora de plantearse, pongamos por caso, por qué el campo colombiano no funciona como debería funcionar, no produce lo que debería producir, no pone en nuestra mesa tantas lechugas como nos gustaría, tenemos dos opciones. La primera es, en la línea señalada, considerar que Colombia apenas tiene infraestructuras de comunicación dignas de tal nombre y que, por ello, transportar un producto desde Buenaventura a Bogotá cuesta lo mismo que de Buenaventura a Shanghái (no es una exageración), cosa que provoca que, muchas veces, sea más rentable para un distribuidor comprar productos en la otra punta del mundo que en la región vecina, desestimulando así la producción local y acabando con las pobres lechuguitas colombianas. La segunda es concluir que, si no hay suficientes lechugas, es por una conspiración de terratenientes malignos que, aunque ellos lo nieguen, no son más que la herramienta del narcotráfico para blanquear sus oscuros capitales comprando y dejando sin cultivar millones de hectáreas de campo colombiano.
Más allá de que hace falta ser un narcotraficante muy tonto para inmovilizar tu dinero en un terreno que, al no ser usado, tiene serios riesgos de perder valor (si yo tuviera un montón de dinero negro, lo blanquearía en propiedades urbanas, no en tierras en mitad de ninguna parte), lo que esta concepción de los hechos demuestra es una visión conspirativa de la sociedad que hace muy difícil ser capaz de plantear propuestas económicas sensatas que redunden en una mejora en la calidad de vida. Pero claro, es más sencillo y atractivo echarle la culpa de los problemas a un terrible y gaseoso enemigo, que decirle a la gente que para cambiar las cosas son necesarias reformas largas, complejas y sin garantías de éxito.
¿Habemus lechugas? Pues va a ser que no. Porque cuando la tarta no se cocina bien, difícilmente se puede después servir mejor. Lo bueno es que, como ya dijimos que la culpa de todo era de una maligna conspiración, cuando todo salga mal y las tierras sigan sin cultivar (por falta de infraestructuras, de seguridad jurídica, de un buen sistema impositivo, etc.), nos será fácil echarle la culpa de todo a los conspiradores. Ante lo cual surge la duda: ¿de verdad quisiste en algún momento que hubiera más lechugas o tu objetivo fue desde el principio otro bien distinto? O tal vez es que seas tonto y ya está.
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