Vine a Boon porque me dijeron que acá nació uno de los padres de la música, un tal Ludwig Van Beethoven. No sobra decir que en la Universidad de Hannover conversé con Thomas Czerner acerca del proyecto de investigación ConnecCaribbean, que por segundo año consecutivo me permite visitar tierras germanas. En el Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlín, invitado por Susanne Klengel, hablé a un nutrido grupo de estudiantes de doctorado, acerca de la disímil recepción en Colombia de dos autores enormes como García Márquez y Germán Espinosa. En un bar de Frankfurt, a orillas del Meno, bebiendo cerveza como un marinero, presencié el antiguo enfrentamiento de dos monstruos modernos, Lio Messi y Kylian Mbappé. Pero ahora estaba ahí, había cruzado el océano y estaba ahí, con lo que tenía, literalmente bajo cero y a la intemperie, frente a aquel caserón color guayaba de tres plantas donde vino al mundo el soberbio, el inconmensurable, el irrepetible compositor de la Novena Sinfonía.

Para algunos despistados del mundo, que son los más, Beethoven no es más que un perrote que popularizó el decadente cine norteamericano; para otros, el compositor del celebérrimo “tatatatán”, que usan los cuenteros más humildes en todo el ancho mundo para imprimir suspenso a sus narraciones sin necesidad de haber escuchado previamente la Quinta Sinfonía del hijo más memorable de Boon, esta espléndida ciudad universitaria ubicada a orillas del Rin. Unos pocos, ya más entendidos, pero igual de tristes, consiguen vincularlo con el Himno de la Alegría.

Como se sabe, sin embargo, la vida del genio de Boon no fue muy alegre. Su vida fue un largo escalofrío de padecimientos físicos, de enfermedades. Con todo, su obra, magistral y perdurable, sigue siendo un enigma. Retrocedo un par de pasos para tomar una fotografía a la casa. Un viejo que pasa se detiene de pronto, intrigado, aguza la vista y lee la placa conmemorativa. Tengo la impresión de que ha pasado mil veces por su frente y solo en ese momento ha descubierto la música que guarda.

El viejo sigue su camino, murmurando algo incomprensible. Me voy a un Café de la esquina, “C'est la vie”, se llama. Me siento en la terraza para poder seguir viendo la casa y ordeno un espresso. En plena víspera de Navidad, me resulta curioso el compositor que me preocupa. Debería estar escuchando el piano de Ricardo Ray, pero lo que escucho es la melodía sublime Para Elisa. Me acuerdo entonces del más icónico de los padecimientos de Beethoven: su sordera.

Me traen el espresso y lo bebo de un sorbo. Un compositor sordo es como un lector ciego, pienso. Y de golpe aparecen los versos de Borges, siempre Borges: “Nadie rebaje a lágrima o reproche, esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía, me dio a la vez los libros y la noche”. Beethoven precursor de Borges. Interesante, pienso, mientras me dirijo a la estación para tomar un tren a Colonia, y resuenan en mi memoria unas palabras de Beethoven que resumen su tragedia:

“El cielo solo sabe lo que va a ser de mí… me informaron que mi sordera no tiene cura. Ya he maldecido a mi creador y a mi existencia. Usted puede darse cuenta qué triste vida debo tener, viendo que he sido retirado de todo lo que es querido y precioso para mí… debo retirarme de todo”.

Y, sin embargo, como los espíritus verdaderamente grandes, Beethoven supo convertir en arte su tragedia. ¡Feliz Navidad!