Llegué el sábado 1 de junio, en plena Feria del libro de Madrid, exactamente 150 años después del nacimiento de Macedonio Fernández. Caí en la cuenta de esta curiosidad hace apenas unos días, mientras conversaba en la terraza del Café de Oriente con la novelista colombiana Consuelo Triviño Anzola y su marido, el poeta y académico español Jorge Urrutia, hijo del poeta cordobés Leopoldo de Luis, nombrado «Hijo predilecto de Andalucía» y uno de los principales representantes de la poesía española de posguerra. El mismo que, al principio del régimen de Franco, estuvo 3 años encarcelado y esclavizado en el campo de trabajo de Gibraltar y supo escribir que «nadie puede vivir su propia muerte. No es la muerte un afán ni una experiencia. Morir no es más que un vaso que se vierte, un motor que ha perdido su eficiencia».

Así pues, llegué el mismo día en que el Real Madrid disputaba en el londinense estadio de Wembley la final de la Champions Leage al Borussia Dortmund. El mismo día en que un grupo de mujeres, en el tradicional barrio de Malasaña, sostenía carteles con la pregunta «Si dejáis caer a Ucrania, ¿quién será la siguiente?». Así, vi la épica disputa entre españoles y alemanes, de pie, entre tapas y cañas, en un bar de la Plaza Mayor. Al día siguiente, estuve en plena Plaza de Cibeles y, absorto, pude presenciar el fervor de Madrid, el jolgorio, la conmoción del triunfo, la gloria, la enorme marejada de amor y de orgullo incontenible de los madrileños por su equipo. Volver al apartamento, al caer la noche, fue como volver a la realidad, a la derrota del Junior de Barranquilla frente al Millonarios de Gamero.

150 años antes, como dije, al pie de la tumba de Macedonio, un hombre gris que despreciaba las fechas y las circunstancias, pronunció Borges unas palabras que resultan ahora fundamentales para comprender tanto su visión de la filosofía como de la literatura. En cuanto a lo primero, señaló que el «filósofo es, entre nosotros, el hombre versado en la historia de la filosofía, en la cronología de los debates y en las bifurcaciones de las escuelas». Esto es, el académico, con excesiva frecuencia dedicado a la enseñanza, capaz de deslucir a un adolescente en público por desconocer la diferencia entre la filosofía griega y la helenística, pero a quién nunca le preocuparon de verdad las «eternas naderías» que tanto desvelaron a Macedonio en su mediocre pensión de los Tribunales, es decir, «quiénes somos (si es que alguien somos) y qué o quién es el universo».

El 4 de junio, en La Botillería, frente al Palacio Real, Jorge Urrutia recordó asimismo su encuentro con Gabo y habló del homenaje que el Nobel había hecho a Rubén Darío en el inicio de Cien años de soledad.  Yo cité entonces de memoria la frase inicial. «Ahí está —me dijo— eso es de la autobiografía.» Por la noche, consulté la obra de Darío en línea y hallé el fragmento que Gabo le había confirmado: 

«Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia».