Se cumplen 60 años de la adaptación cinematográfica de La máscara de la muerte roja, el memorable cuento de terror que Edgar Allan Poe publicó en 1842. Volví a sus páginas después de ver la película:
«La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía». Claro está, como buen maestro del terror, Poe añade de su cosecha que «la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora». Es decir, una suerte de siniestro «ébola express».
El cuento de Poe tiene lugar en un antiguo reino, cuyos habitantes mueren a causa de esta terrible pandemia. Ante esto, el sagaz príncipe Próspero y la nobleza más granada de su corte se resguardan en una abadía fuertemente fortificada, donde, como el renacuajo de Pombo, organizan alegres francachelas e ignoran por completo la catástrofe exterior. El refugio, nos dice el narrador, «había sido creado por el excéntrico, aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja».
Con lo que no contaba el precavido Próspero es que de nada le servirían sus altos muros troyanos ni sus cerrojos de hierro colado, que habrían hecho suspirar de envidia al rey Príamo, pues «La Muerte Roja» se daría sus mañas para deslizarse en plena mascarada nocturna hasta el corazón mismo de su refugio inexpugnable. La peste «había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo».
Como diría la vieja ranchera: «Viene la muerte luciendo mil llamativos colores. Ven dame un beso, Pelona, que ando huérfano de amores» …