El crítico literario español Guillermo de Torre pasó a la historia por ser el cuñado de Borges, y por la pifia memorable de haberle recomendado al joven autor de La hojarasca que se dedicara a otra cosa, pues no tenía el más mínimo futuro como novelista. Torpeza comparable con la de su compatriota Carlos Barrall, quien, según fuentes confiables, habría cometido el mayor desacierto de la historia editorial española: haber tenido en las manos y dejado pasar con desdén los originales de Cien años de soledad.

No obstante, la crítica literaria colombiana se encargó de superar lo que parecía insuperable. Mientras el mundo entero saludaba con entusiasmo la obra del creador de Macondo, el escritor Fernando Soto Aparicio opinaba que Cien años de soledad era simplemente la obra de un autor mediocre inflado por un gigantesco aparataje de publicidad.  Agustín Rodríguez Garavito no tuvo reparos en dictaminar que el valor de la novela de García Márquez se debía, exclusivamente, a la hidropesía tropical de ciertos idiotas útiles en Colombia. Eduardo Gómez, a su vez, habló de los estrechos límites culturales del autor, de la falta de unidad en la concepción de los temas, de la ausencia de rigor al mezclar la fantasía y la realidad en forma indiscriminada, de la carencia de lógica interna y de rigor estético, en fin, de la ligereza e ignorancia intelectual de García Márquez. Lo que resulta paradójico, como señala Jacques Gilard en su ensayo “Para desmitificar a Mito”, fue que esa misma crítica cicatera que en un principio lo despreció, luego echó reversa, y se valió de toda suerte de falacias para demostrar que el gran García Márquez no era otra cosa que una consecuencia apenas lógica de su nunca bien ponderada revista Mito. 

Por fortuna, la posteridad siempre hace justicia y la obra de Gabo terminó por ser universal, lo cual es a todas luces imposible e incomprensible sin el fundamental concurso de la traducción, que pone al alcance de los lectores monolingües del mundo la riqueza literaria de Macondo.

Pero, ¿qué quiere decir traducir?

Bastará, acaso, recordar que el italiano Umberto Eco necesitó toda su pericia y más de quinientas páginas de exuberancia semiológica para concluir que bajo ninguna circunstancia una traducción puede pretender decir lo mismo en otro idioma. A lo máximo que puede aspirar la vanidad del más curtido traductor es a decir casi lo mismo. La elasticidad de ese «casi» constituye, a no dudarlo, uno de los problemas centrales que han inquietado a los traductores desde los tiempos en que una similitud fonética hizo que San Jerónimo, al traducir del hebreo al latín el Antiguo Testamento, transformara a Moisés de «iluminado» en «cornudo»…