Mientras caminaba, miré al cielo vacío poco antes del amanecer y vi seis patos negros que volaban en formación sobre la superficie plateada del río Grande de la Magdalena. Imaginé ese mismo cielo saturado de aves multicolores y bulliciosas cuando esa corriente impura era el cristalino Karakalí, como los Caribes llamaban al Gran Río de los Caimanes. Supe enseguida, de golpe, que el tono de la columna de este viernes, su temple de ánimo, estaría dominado por la nostalgia, que su escritura misma sería un ejercicio de nostalgia.
Como es natural, comenzaron a llegar los infaltables recuerdos de la infancia, la memoria en su máxima expresión. Eché entonces de menos los abundantes saltamontes, verdes, marrones y amarillos, que encontraba camino de la escuela, cuando se llamaban «paco pacos» y saltaban en todas direcciones con solo agitar un poco la hierba reverdecida con la punta del zapato. Supuse que los pesticidas habían acabado con esos alegres chapulines, que de seguro eran el alimento de muchas aves y lagartos hoy por completo desaparecidos, olvidados, que es todavía peor.
Recordé al pequeño «chirrío», esa joya de plumaje azabache, cuyo fino repique alegraba la niñez y la espesura de los potreros. De manera barbárica, hemos acabado con las criaturas de nuestro entorno, porque, para empezar, el cemento mismo ha devorado nuestro entorno, como signo de progreso. Uno encontraba sardinitas de colores en cualquier arroyuelo de barrio, ahora los profesionales deben hacer malabares para que los peces sobrevivan en las aguas contaminadas y sin oxígeno.
Hace apenas unas cuantas décadas, una de las diversiones favoritas de los niños era atrapar mariposas con la mano en el jardín de cualquier vecino. Nadie ve una mariposa en la calle, nadie aprecia su milagroso vuelo. Hoy, si un niño quisiera ver una mariposa, tendría que hablar con Mauricio Babilonia o pedirle a su padre que lo lleve al mariposario ubicado entre Galapa y Tubará, una reserva que confirma que los elegantes gusanos alados están en extinción.
Salvo las alimañas y los humanos, los únicos animales que prosperan en la actualidad son los que criamos para comer o las mascotas. Y estas últimas, enfrentan por desgracia una moderna forma de maltrato: el mimo. El lobo, no se olvide, aportaba protección en las noches y contribuía en la cacería. A cambio recibía alimento. Con la agricultura, dejamos de ser nómadas. Comenzaron los asentamientos, los graneros para almacenar cereal. En ese contexto, el gato salvaje es domesticado para que controle la plaga de ratas y ratones atraídas por el grano seco.
En nuestros días, unos y otros han sido despojados del sentido mismo que propició su domesticación. Hoy ni cuidan la casa ni comen ratones, su función primordial consiste en ayudarnos a sobrellevar nuestra soledad…