La historia y la memoria fueron heridas hace pocos días en París. Notre Dame ardió en llamas. El mundo entero presenció el desafortunado incidente. Cayó la flèche en cámara lenta. El fuego se apoderó de uno de los monumentos más emblemáticos de la humanidad. Fue inevitable controlarlo. La fuerza de la naturaleza y su misterio siguen sorprendiéndonos. El silencio y las miradas de desconsuelo inundaron las calles de la capital francesa. La destrucción de una parte de la catedral no fue únicamente una tragedia parisina, afectó a millones de personas alrededor del mundo.
Algunos afirmaron que Notre Dame es un símbolo que representa a la Iglesia Católica y su tiranía, que otros monumentos han sido destruidos –incluso por el hombre– y no despiertan tanto revuelo. Que el arte y la arquitectura pueden reconstruirse en cualquier momento. Que verdaderas tragedias suceden día a día y son invisibilizadas por los medios de comunicación. Que multimillonarios se movilizaron de inmediato y donaron dinero para la restauración de la catedral, mientras no le dan prioridad a otras necesidades más urgentes.
Todas estas aseveraciones son ciertas. Sin embargo, no se puede desconocer el significado de Notre Dame. Es más que un símbolo religioso y un templo católico, es la historia de la humanidad. Un pedazo de la historia se destruyó frente a nosotros y fue imposible evitarlo. Ochocientos años que cuentan lo que fuimos y lo que somos. La belleza que se transforma en memoria. Notre Dame es el testimonio del tiempo. Es un monumento que define al hombre… y sí, el incendio es una tragedia que conmueve. Es un claro destello de nostalgia.
Cendrars, escritor francés, evocó las multitudes de la Edad Media y la atracción que causó en la gente la construcción de Notre Dame: “Un enjambre de gente común, vagabundos, peregrinos y algún mercader rico que había hecho un juramento tras escapar de los bandidos, junto con sus sirvientes y empleados, quienes, como él, iban a trabajar en la obra por un tiempo: esa era la gente que infestaba el taller de los albañiles, una auténtica zona que se había establecido en el corazón de la ciudad mientras se construía una catedral, labor que, por lo general, duraba más de un siglo, y a la que llegaban dementes, enfermos, iluminados, devotos, monjes predicadores, criminales, borrachos, burgueses y nobles que rondaban el sitio día y noche. Los escultores escogían al azar a algunos miembros de la multitud como modelos para las tantísimas estatuas que pueblan sus pórticos y la façade: todas esas rocas talladas son retratos de personas, todas esas estatuas fueron cinceladas justamente allí, en directo, sin trampa ni cartón, en medio de la vida, conservando las actitudes, gestos, ropas y complementos, a menudo con un gran sentido del humor o de la sátira cruel. Así, el rastro físico de esa turba perdura en el monumento más antiguo, más augusto y más santificado de París”. También, en vivo y en directo, en pleno siglo XXI, ocho siglos después de su construcción, millones de personas observaron cómo ardía la catedral, cómo el tiempo se convertía en cenizas.
Notre Dame, la nostalgia nos acompaña, una nostalgia que seduce a la tristeza; nostalgia por la historia, la memoria y la belleza.
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