En marzo se celebra el día de la mujer, pero mucho más allá de ser una celebración en la que se entregan flores y chocolates en las oficinas, es un día en el que se lucha por la figura de la mujer, por nuestra posición en la sociedad, por nuestras injusticias, y por nuestra protección.
Y es que resulta increíble que en el mundo haya tanto alboroto por las tres mil personas que han muerto debido al brote del ‘coronavirus’, que comenzó en diciembre del 2019, mientras que a pocos parece importarle que en el mismo lapso de tiempo, casi 13 mil mujeres han sido asesinadas por sus parejas a nivel mundial. Una cifra que debería alarmarnos de la misma manera que el virus lo ha hecho, una cifra que debería causar un pánico colectivo, una cifra que nos debería doler como ninguna otra.
Lastimosamente, pareciera que estuviéramos anestesiados contra el dolor, cuando se trata de sentir empatía por aquellas que sufren a diario una violencia doméstica inimaginable, por aquellas que ya no tienen voz y pasaron a ser una simple estadística, y por aquellas que sí se atreven a alzar la que todavía tienen, solo para terminar siendo golpeadas por los insultos y las desacreditaciones.
Es impresionante, pero verídico. Y esta semana, por ejemplo, pude ser nuevamente testigo de ello. Debido a que el mes de marzo es uno en el que las mujeres marchamos por nuestros derechos, también es uno que invita a que nos llenemos de valentía para relatar sucesos que marcaron un antes y un después en nuestras vidas. Sucesos que para muchas son secretos que llevamos como una cicatriz en el corazón. Sucesos que definen nuestra sexualidad, nuestra intimidad y perfilan nuestros miedos.
Y de antemano aclaro que conjugo el verbo con el pronombre ‘nosotros’, pues a pesar de ser una de las ‘privilegiadas’ que no ha tenido que pasar por una situación de abuso, considero que es más que necesario que todas empecemos por cambiar la forma cómo hablamos, pues si esto le pasa a una, debe ser como si nos pasara a todas. Por eso es que hoy quiero dedicarle a esta columna a una de las tantas mujeres que en éstos días se atrevió a contar en una emisora nacional, su historia de abuso que comenzó cuando ella tenía tan solo doce años.
Su nombre es Mariana, es barranquillera, y, según su testimonio, fue abusada sexualmente por su tutor extracurricular, uno que hasta este miércoles pasado, día en el esta joven decide dar un paso al frente y denunciar públicamente a su abusador, gozaba de una reputación intachable. Mariana es la muestra de que el abuso está presente en todos los estratos sociales, pues su tutor era recomendado por los padres de familia del colegio privado al que asistía. Mariana es el ejemplo de que somos el blanco perfecto para hombres que se encuentran en alguna situación de poder, pues ella era la estudiante y él, era el que tenía la labor de enseñarle. Pero sobre todo, Mariana es la demostración de que a nadie se le olvida un abuso, ni cuánto la marcó, ni cómo la afectó. No importa cuánto tiempo pase, eso camina contigo como lo hace una cicatriz.
Y como vi alguno que otro comentario despectivo, y escuché alguna que otra persona decir lo de siempre: “¿será verdad?”, “ay, pero a ella siempre le ha gustado la atención”, y el clásico, “¿por qué justo ahora habla y no hace tantos años?”, hoy te digo a ti Mariana, sin si quiera conocerte: te creo y somos más los que te apoyamos.
Gracias por contar tu historia y, de esta manera, invitar a otras a hacerlo. Porque ellos no pueden quedar impunes.
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