Ser conservador no es muy popular en estos tiempos. Supongo que en buena parte se debe a la interpretación exclusivamente política del término, que lo asocia con doctrinas opresoras bajo cuya militancia se han propiciado cosas terribles. Reconociendo que en todo caso la mayoría de las posiciones absolutistas, de cualquier naturaleza, terminan distribuyendo el sufrimiento con ejemplar capacidad y eficiencia, prefiero alejarme de esos laberintos filosóficos. Ese no es el propósito de esta columna. Me interesa defender el valor de las tradiciones, normas y costumbres, que aunque sujetas a diversas adaptaciones, merecen una mayor consideración y salvaguarda frente a las arremetidas del presente, siempre tan impetuosas.
Conservar es importante. Esto, conscientemente o no, lo reconocen incluso los activistas más furibundos, al reclamar por la conservación del medio ambiente, o de las tradiciones y creencias ancestrales de nuestros indígenas, o del patrimonio cultural de todos los pueblos, y por un sinfín de asuntos similares: los he visto por montones en las calles vitoreando por esas consignas. Además, resulta sensato concluir que es mediante un proceso de acumulación de conocimientos y experiencias, sumando y no restando, que las sociedades han podido ir procurándole a sus miembros una mejor calidad de vida. Salvo excepciones muy puntuales, muy poco se puede mejorar si cada cierto tiempo decidimos arrasar con todo y empezar de nuevo, emulando a Sísifo.
Es por eso que debe observarse mucha precaución al momento de sugerir alteraciones radicales. Cada vez que me encuentro con la rabiosa expresión que demanda un “cambio”, así a secas y en abstracto, me pregunto si también somos conscientes de que tales caminos pueden llevar a sitios peores. Hay países que en efecto han cambiado, sufriendo regímenes autoritarios y diversos atropellos con las mejores intenciones, mucha popularidad y espantosos resultados, siendo nuestros vecinos orientales el ejemplo más notorio y pertinente.
No es conveniente que los referentes fundamentales (por ejemplo, las prácticas religiosas, el idioma o ciertas convenciones sociales), estén siempre a merced de las modas o tendencias. Esos asideros son necesarios, diría que imprescindibles, y requieren una permanencia que debe superar los tiempos generacionales. Esto no quiere decir que las cosas no evolucionen, claro que deben hacerlo, pero no necesariamente con la inmediatez y las prisas propias de las pasiones juveniles, partidistas o electorales. Ante tradiciones milenarias valen reflexiones más calmadas.
En ese sentido general defiendo el conservadurismo. Estoy convencido del valor de la prudencia y del cuidado para tomar decisiones sobre asuntos trascendentales, de tal forma que se minimice la posibilidad de caer en equivocaciones cuya recuperación suele ser en extremo costosa. Del afán solo queda el cansancio.
moreno.slagter@yahoo.com
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