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La prudencia chilena

Aunque hace un año los chilenos votaron masivamente por cambiar la Constitución, una decisión justificada y necesaria dado su origen perverso, hoy han demostrado que ese cambio no era sinónimo de aventura o riesgo desmedido, y que se espera un modelo consensuado y armónico. El asunto no era cambiar por cambiar, ni hacerlo a cualquier precio. Para el resto de este atribulado continente, lo que pasó en Chile es reconfortante e incluso esperanzador, puesto que ha sugerido un precedente que invita a moderar los sentimientos heróicos y grandilocuentes que suelen acompañar nuestras ambiciones de paz, orden y progreso.

El pasado domingo 4 de septiembre los chilenos rechazaron su nueva Constitución. Con un resultado inobjetable, 62% contra 38%, el referéndum ha significado un importante golpe moral para el Gobierno de Gabriel Boric, que ya venía fatigándose con las ineludibles dificultades del poder. Aunque algunos sectores se apresuraron a calificar la respuesta de los votantes como una derrota para el sistema democrático y la izquierda, la realidad puede leerse de una forma más calmada y menos simplista: entendiendo el mandato popular como un afortunado llamado a la prudencia frente a una propuesta que pretendía darle un vuelco, tan arriesgado como radical, a la manera de administrar y comprender el Estado. Si el proceso sigue, y debe seguir, se han abierto las posibilidades para construir un texto que realmente integre de una forma más participativa los intereses y las preocupaciones de todos los chilenos, y no sólo las de aquellos que, con razón, se sienten relegados y excluidos.

Decía Carlos Granés, en un artículo suyo publicado a mediados de este año, que la mayoría de los gobernantes latinoamericanos no parecían estar interesados en gobernar —una actividad mediocre, burocratizada, alejada de la épica— y que por el contrario lo que querían era cambiar la historia. Creo que algo de eso se vivió en Chile luego de las protestas sociales y la victoria de Boric, cuyo equipo de gobierno seguramente también sintió el llamado caudillista y reformador, inflamados con el triunfo y el novel protagonismo; una reacción comprensible pero peligrosa. Eso puede explicar el ambiente reinante durante los últimos meses y las exóticas manifestaciones de la convención constituyente, con disfraces, escándalos y teatro. Sin embargo, puede que ya sea necesario apaciguarse, matizar la emoción de lo conseguido y tratar de construir un proyecto duradero y sostenible.

Un proceso constituyente civilizado debe protegerse de las pasiones extremas, por mucho que su origen se haya alimentado con estallidos sociales y manifestaciones de inconformidad. Si se revisa la historia, cualquier ciudadano sensato preferirá evitar convulsiones desproporcionadas y más bien alejarse de las tentaciones del jacobinismo sectario y de las imposiciones violentas. La mayoría de las veces no hace falta tanto para corregir los errores, especialmente en un país que a pesar de todo está razonablemente encaminado por la senda del desarrollo y la prosperidad.

Aunque hace un año los chilenos votaron masivamente por cambiar la Constitución, una decisión justificada y necesaria dado su origen perverso, hoy han demostrado que ese cambio no era sinónimo de aventura o riesgo desmedido, y que se espera un modelo consensuado y armónico. El asunto no era cambiar por cambiar, ni hacerlo a cualquier precio. Para el resto de este atribulado continente, lo que pasó en Chile es reconfortante e incluso esperanzador, puesto que ha sugerido un precedente que invita a moderar los sentimientos heróicos y grandilocuentes que suelen acompañar nuestras ambiciones de paz, orden y progreso.

Ahora habrá que esperar, a ver si el país austral vuelve a barajar, aprende de lo sucedido y avanza con más tino y tranquilidad.

moreno.slagter@yahoo.com

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