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Caminar

Nos dice Rebecca Solnit en su libro Wanderlust, que una ciudad es un lenguaje, un repositorio de posibilidades, y que caminar es el acto de hablar ese lenguaje, de seleccionar entre esas posibilidades. Temprano, para aprovechar el etéreo estado de la ciudad aún dormida, o cuando sus estrafalarias actividades ya acaparan todos los sentidos, caminar por Barranquilla todavía logra conceder alivio. Incluso en un entorno tan conocido, no encuentro una mejor forma para poner en orden las ideas, una necesidad que parece especialmente imperiosa ante la confusión que se presiente.

Solvitur ambulando. La expresión en latín, atribuida a Diógenes en el siglo IV —y también disputada por San Agustín— puede traducirse como «se soluciona caminando», y se dice que fue la respuesta del filósofo griego ante la pregunta sobre la veracidad del movimiento: la mejor manera que encontró para zanjar la cuestión fue levantarse y caminar. El acto es sencillo, instintivo, como respirar o masticar. Parte de lo que nos define como especie es eso, la capacidad de andar erguidos, ojos al frente, como los depredadores más temibles. 

 A medida que inventamos medios para aligerar el esfuerzo físico, herramientas y artilugios que nos facilitaron las arduas tareas que permiten nuestra supervivencia, fuimos abandonando las relaciones más primarias con nuestro cuerpo y sus capacidades, intercambiándolas por una serie de beneficios que efectivamente nos entregaron mayor libertad. La fuerza bruta y la locomoción se encargó a las máquinas. Aunque nadie que tenga un juicio sensato puede esperar volver al azadón, no constituye necesariamente un ejercicio de añoranza comprobar que una víctima colateral de todo ese progreso fue la caminata funcional o voluntaria. Por eso, quien hoy camina por elección es sospechoso. Cada vez que me encuentro en una situación en la que aclaro que prefiero caminar para llegar a algún lado recibo miradas de profunda extrañeza, que anticipan la insistencia en el ofrecimiento de llevarme. No suele comprenderse que en muchas ocasiones elijo caminar en lugar del confort de una silla y el aire acondicionado, sobre todo cuando el clima acompaña. Más de una vez he sido derrotado y terminó amarrado por un cinturón de seguridad, mirando la ciudad pasando por la ventana de un carro y lamentándome por no haber podido ser convincente.

Quizá atribulados por los afanes que nos gobiernan, muchas personas se pierden los placeres y los regalos de una buena caminata. Rousseau confesó que para poder meditar necesitaba ponerse en movimiento, que su cerebro funcionaba en la medida que sus piernas lo hacían. Thoreau se explaya en las bondades del paseo en Walking, un ensayo que fue concebido unos años después de su emblemática experiencia en el estanque de Walden, pero que fue publicado en su totalidad después de su muerte. En una línea similar, Kierkegaard deambulaba por Copenhague observando a sus semejantes como especímenes de un jardín botánico, evadiendo las aproximaciones más bucólicas de algunos de sus antecesores y prefiriendo, o quizá resignándose, al entorno urbanizado. Abundan los ejemplos que sustentan las posibilidades que se le abren a la mente cuando se vaga libremente, permitiéndole espacio y ritmo, propiciando calma y reflexión. 

Nos dice Rebecca Solnit en su libro Wanderlust, que una ciudad es un lenguaje, un repositorio de posibilidades, y que caminar es el acto de hablar ese lenguaje, de seleccionar entre esas posibilidades. Temprano, para aprovechar el etéreo estado de la ciudad aún dormida, o cuando sus estrafalarias actividades ya acaparan todos los sentidos, caminar por Barranquilla todavía logra conceder alivio. Incluso en un entorno tan conocido, no encuentro una mejor forma para poner en orden las ideas, una necesidad que parece especialmente imperiosa ante la confusión que se presiente.

moreno.slagter@yahoo.com

 

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