Cuando la pandemia comenzó y nos tomó por sorpresa, la virtualidad dejó de ser una opción y se convirtió en una obligación; una suerte de mandato del cual casi nadie pudo escapar. En la academia nos vimos forzados a montar cursos que funcionaran en plataformas digitales. Intentando a toda costa mantener el interés y la atención por parte de los estudiantes. Ser profesor universitario en estos tiempos ha sido desgastante pero muy emocionante a la vez.
Al ser una mujer que fue niña en los noventa, soy lo que llaman una nativa digital. De esa generación que creció entre pantallas y con computador en casa. Eso sin duda es un privilegio generacional frente a otros docentes que les costó mucho más entender la rapidez y el frenesí del actual mundo de las telecomunicaciones. Sin embargo, aún conociendo de hardware y software, fue sumamente complicado dictar clases -lo sigue siendo- en un país como el nuestro, los niveles de cobertura sin importar estratos o zonas son tan variables, que hay que rezar diez padre nuestro, para que la Red no se caiga en la mitad de un encuentro virtual importante. A pesar de todo ello me lo he gozado, le he sacado provecho y he realizado mis propias pruebas pilotos de ejercicios pedagógicos funcionan o no, a distancia.
Hoy la crisis sanitaria global parece estar disminuyendo en gravedad (no que el covid desaparezca, pero la aparición y exitosa aplicación de las vacunas han supuesto un salto para esa humanidad encerrada de 2020), y con esto, el retorno a las aulas es cada vez más “masivo”, si es que podemos volver a usar esa palabra. Los estudiantes han llenado otra vez los pasillos de colegios y universidades, escenario que carga de energía a cualquiera que disfrute la práctica docente. En mi caso no he sido de las afortunadas que podrá dictar su curso presencial, todo indica que por lo que queda del año seguiré impartiendo la clase de Administración Pública de forma virtual.
Al principio, cuando recibí la noticia, experimenté algo de desilusión, pues contaba los días para volver a dar una clase con marcador y tablero, donde pudiera ver a los ojos a cada alumno y así intentar leer lo que estaban pensando. Fue en ese momento donde me plantee esta reflexión, ¿No acaso estábamos felices con las ventajas de la educación en línea?; ¿Por qué hasta los que nos jactamos de ser modernos y abiertos queremos regresar a lo tradicional?. – Estás fueron algunas de preguntas que me hice a mi misma.
Y varios días después de haber estado pensando estas son alas conclusiones con las que me encuentro: (1) el formato tradicional in situ no supone inmediatamente que la clase sea tediosa o carezca de dinamismo. (2) la virtualidad es una tremenda alternativa cuando es eso: una opción. (3) un profesor se alimenta de la pasión que logra despertar en sus estudiantes, y esta se transmite mejor cuando estamos encerrados todos en 4 paredes, por primitivo que suene.
Seguiré entonces esperando pacientemente al día en que pueda volver a vivir la gran experiencia que es estar de pie frente a más de 20 jóvenes en plena ebullición intelectual.
Kdiartt@uninorte.edu.co