Desde el balcón miro la calle y solo percibo el silencio interrumpido por los ladridos rabiosos y desesperados de un perro encerrado en una casa.
Volvimos a la cotidianidad en el interior de nuestros hogares y nos comportamos como una persona que en tiempos normales diagnosticaríamos como ‘obsesivo compulsivo’, lavándonos las manos cada tres horas, evitando tocar las cosas que están invisiblemente sucias, revisando que el inodoro esté pulcramente limpio, haciendo esfuerzo por no llevar las manos hacia la cara, y con un miedo intenso de tener contacto físico, ni siquiera poder estrechar una mano amiga.
Estamos en manos de un virus que escapa a nuestro saber. Esta es una enfermedad del cuerpo planetario probablemente producto del maltrato que los humanos le hemos dado a la naturaleza. Hemos vivido en los últimos 40 años enceguecidos en la competencia que nos impone el mercado. Con una hiperestimulación nerviosa producto de la lucha diaria por la sobrevivencia de unos y por la acumulación de riquezas de otros, que nos ha robado la vida.
Hoy nuestro anhelo no es el consumo, sino controlar la pandemia de este maldito virus. Estos días he recordado a uno de mis profesores de la Universidad de Chile que nos trataba de convencer que la naturaleza tenía sus propios mecanismos para autorregularse. Él nos hablaba de una variedad de ratones, “los tugones”, que creo existían en Dinamarca; estos ratones se reproducían muy rápidamente y cuando llegaban a una superpoblación solo se quedaban los más jóvenes y los otros se mataban lanzándose al mar. Este coronavirus tiene alguna semejanza con el ejemplo dado, ya que de lo poco que se sabe de él es que tiene preferencia por eliminar a los más viejos.
La humanidad se encuentra en una transición brutal. Encerrados con nuestros miedos no sabemos que nos deparará el futuro. Parece que nos gobernara un virus, pero no es él sino nuestra incapacidad para combatirlo. Hoy la propuesta del candidato a presidente de EEUU Berni Sanders, de crear un ‘sistema de salud universal’, debería ser escuchada en todo el planeta. La gran enseñanza de este trauma planetario es que lo más importante es la salud, pero no mi salud sino la de todos los habitantes del planeta.
Seguramente, gracias a la ciencia y a los científicos, se encontrará el remedio para esta brutal pandemia. Pero algunas cosas deberían cambiar: no es posible que la salud siga siendo un negocio con fines de lucro. En China la salud es pública, y es el único país en que ha crecido la capacidad hospitalaria en los últimos 60 años. Mi maestro Alain Turaine nos avizora que en el futuro seremos una sociedad de servicios entre humanos. Esta crisis, dice él, empujará hacia arriba a los cuidadores, especialmente los que cuidan nuestra salud, que deberán ser los mejores remunerados y los de mayor prestigio.
Anhelo que al final de esta tragedia los humanos aprendiéramos a ser más humildes, más austeros y solidarios. Y que nuestros líderes no sean los matones que disfrutan de las riñas y el conflicto permanente, sino personas abiertas a escuchar y respetuosas de los otros.