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Derecho a tener derechos

 Llevamos meses viviendo entre la angustia y la incertidumbre, a la espera de una vacuna que a ratos sentimos que pronto llegará, y en otros momentos la vemos lejana.

Existe a veces la sensación de que estamos viviendo los peores momentos. A la pandemia —y su consecuente crisis económica—, se suma el aumento de la pobreza, las masacres, el narcotráfico, los abusos de policías, los disturbios violentos. Y un Gobierno que se percibe con un liderazgo sin ideas claras de cómo salir de esta tormenta.

No podemos desconocer que el Covid-19 nos ha diezmado como sociedad. Llevamos meses viviendo entre la angustia y la incertidumbre, a la espera de una vacuna que a ratos sentimos que pronto llegará, y en otros momentos la vemos lejana.

Toda esta situación está llevando a que los ideales —sean morales, políticos, sociales, religiosos—, no logren imprimir en nuestra vida una dirección. Es todo tan absurdo en el país que sería anormal el día que no asesinen a un líder social. O la semana que no haya una masacre. O que las manifestaciones de protesta terminen pacíficamente, sin muertos ni destrucción.

Muchos de los problemas señalados existían antes del Covid-19, pero esta pandemia ha profundizado nuestras contradicciones. El encierro es un castigo que nos pone más sensibles y que desespera, especialmente cuando el barco que transporta nuestra vida va a la deriva, sin saber a qué puerto nos llevará.

La pandemia no es solo un tema de salud: el problema es también político. Es un momento para estar unidos, pero estamos más desunidos que nunca; vivimos una especie de “puritanismo político”, lleno de intolerancia hacia el que piensa diferente. Tantos los unos como los otros nos quieren imponer una única verdad, y sus líderes no usan el fuego para iluminar sus ideas, sino para incendiar la convivencia social.

La pandemia ha hecho más evidente la profunda crisis de nuestras instituciones; las leyes, las jerarquías y las solidaridades, que se conciben hechas de mármol y cemento, se han transformado en castillos de arena que se desvanecen ante los intereses de unos y de otros. No podemos, sin embargo, caer en un pesimismo destructivo. 

Como señala Alain Turaine, la única fuerza que puede resistir la violencia desenfrenada, el único metal que puede soportar elevadas temperaturas, es la voluntad de todos los individuos y de cada grupo de ser para sí mismos y para los demás portadores de derechos universales. Ser conscientes del derecho a la vida, a la seguridad, a la libertad, a una vida digna —que son la base para construir una sólida democracia—, es lo que nos hace fuertes ante los huracanes que quieren destruir todo a su paso.

Es el momento para que el país avance hacia una sociedad de derecho que disminuya la violencia y la injusticia. No podemos seguir aceptando que Colombia sea reconocida más por actos de muerte que por obras de vida. En la medida que se reconozcan los derechos, se irán acabando los actos que cubren diariamente de sangre al país.

Nuestros gobernantes no pueden detener el curso de la historia; no pueden mantener una cultura de privilegios que nos está llevando a una sociedad en estado de anomia, donde nadie respeta las reglas del juego social y los códigos de convivencia. Si queremos una buena sociedad, partamos por aceptar que todas las personas deben ser reconocidas como sujetos con derecho a tener derechos.

joseamaramar@yahoo.com

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