Las recientes protestas de estudiantes de las universidades públicas recordaron al país la crisis en la que está sumida la educación, una situación vergonzosa que demuestra lo poco que les ha importado a los políticos el problema más grave de Colombia.
Obedeciendo a sus instintos pragmáticos y a su olfato para los negocios más lucrativos, nuestros líderes han concentrado por décadas sus escasos esfuerzos en promover inversiones en infraestructura, minería y guerra, enviando un claro mensaje de que no les interesa en lo más mínimo que los jóvenes se eduquen, tal vez porque al hacerlo ya no los elegirían nunca más.
Y cuando existen atisbos parecidos a una política pública que se ocupe de la educación, se hacen con las sobras de presupuestos mal distribuidos, mal ejecutados y mal priorizados, que terminan invirtiendo las urgencias, condenando a las nuevas generaciones a no darse cuenta de que a unas personas mal educadas les sirven de poco las carreteras, los puentes y los centros comerciales; nada justifica el mundo a revés que nos han vendido, convenciéndonos de que es más importante el concreto que los libros.
Por su parte, los estudiantes, que son los damnificados del desastre, muestran con angustia imágenes de instalaciones destruidas, en su afán por hacer palpable las precarias condiciones en las que se ven obligados a padecer su proceso de formación académica. Tiene sentido, pero puede ser peligroso que las soluciones –siempre insuficientes– se concentren en arreglar techos, pintar paredes y construir edificios, que es lo que parecen saber hacer muy bien los que giran los dineros, y se deje de lado lo más importante: la calidad de la educación.
Es allí donde se debe iniciar la revolución educativa que el país necesita, no solo en lo que respecta a la educación superior, sino en todo el sistema, desde el preescolar hasta los doctorados, desde la escuela del más pequeño caserío hasta la universidad más grande de Bogotá. Eso implica formar maestros –no solo como transmisores de datos sino como guías de vida– pagarles bien, someterlos a estrictas evaluaciones que determinen su nivel –lo cual parece no gustarle mucho a los sindicatos–, ofrecerles programas de especializaciones, maestrías y doctorados.
Para lograrlo se necesita mucho dinero, voluntad política y un sentido de la realidad que nos permita asumir que si nos embarcamos en una revolución educativa seria, necesariamente se retrasarán otros sectores y que valdrá la pena pagar el precio.
Va siendo hora de darnos cuenta de que la crisis de la educación comienza con su mediocre calidad y de que debemos ocuparnos de los maestros en primer lugar, porque son ellos, y no los ingenieros, los abogados ni los soldados, los miembros más importantes de la sociedad, los verdaderos promotores de desarrollo y la civilización.
@desdeelfrio