La comparación es una actividad inherente a la condición humana. Los seres humanos han tendido a compararse entre sí, ya sea en términos de habilidades, logros, apariencia física o estatus social. Sin embargo, la pregunta persiste: ¿es esta tendencia a compararnos con los demás beneficiosa o perjudicial para nuestro bienestar psicológico y emocional?
Numerosos estudios psicológicos han abordado este tema desde diversas perspectivas. Por ejemplo, la teoría de la comparación social de León Festinger postula que las personas evalúan sus propias opiniones y habilidades al compararse con los demás. Según esta teoría, la comparación social puede ser tanto motivadora como desalentadora, dependiendo de si la persona se compara con otros que percibe como superiores o inferiores a ella misma.
En mi opinión sin duda alguna es un fuerte “depende” porque una vez más intervienen muchos factores aquí; desde el emisor, el receptor, características individuales, contexto etc. Si pienso en los trastornos de conducta alimentaria es un “no” rotundo, puesto que compararse es el primer paso para no aceptarse y porque además existe una fuerte tendencia a compararse justo con lo que yo siento me hace falta. “En consulta siempre digo el que se compara es como una bombilla apagada mientras que con el que nos comparamos es una bombilla encendida”.
En realidad, la mayoría de las personas acostumbra a comparar a los demás y son especialmente los padres los primeros que se encargan de ello. También lo hacen otros familiares, profesores e incluso compañeros de aula.
Pero, lamentablemente, en muchas ocasiones, lo hacen para señalar algo que no se hace bien. Les dicen, por ejemplo: ¿por qué no estudias todos los días como Juan? Por eso, él tiene mejores notas que tú; o eres como una niña, no debes llorar.
Cuando se compara a una persona con otra, es porque hay regularmente dos intenciones y ambas son negativas por el hecho de no aceptar a los individuos que aman o quieren tal como son, sino por compararlos con las cualidades de una tercera persona.
La primera intención, es llamada aparentemente “positiva”. En este caso, el individuo compara a su ser querido con otro para que al sentirse comparado reaccione y cambie las cosas señaladas.
La segunda es la “maliciosa”. Aquí, las personas que buscan comparar a sus familiares no tienen un objetivo de mejora, sino más bien de hacerles sentir mal.
Es importante comprender, que los niños por su inmadurez no expresan en su lenguaje oral el malestar que sienten al ser comparados con otros pares, pero en el lenguaje no verbal se comunican bien y lo manifiestan con desánimo, enojo, rebeldía, indiferencia y apatía. En el futuro serán seres con baja autoestima, buscarán la aprobación de los demás, se mostrarán sensibles a las críticas y, sobre todo, inseguros de ser buenos en lo que hacen.
También, es importante considerar que los jóvenes en la adolescencia transitan un camino de comparación necesario por estar en un proceso de cambio físico, psicológico, social y afectivo, existe en ellos inseguridad y buscan muchas veces un “modelo” y van comparándose con otros. “Las principales comparaciones que hacen los adolescentes entre ellos es en lo físico y luego la aceptación de sus pares.
El riesgo que corren al compararse, está en no valorarse, pero también hay quienes pueden reconocer que siempre habrá otros jóvenes que tendrán diferentes competencias o habilidades que no tienen ellos. Pero eso no necesariamente los pone en desventaja, siempre y cuando el joven conozca sus talentos, sus valores, facultades y destrezas.
También es claro que la comparación, nos abre la visión a nuevos caminos, es una práctica sana, siempre y cuando se sepa que se compara. Donde es necesario medir lo que hacemos, lo que podríamos hacer y si realmente lo podemos hacer. Sin apartarnos de aquello que nos hace únicos porque eso es lo que nos diferencia como seres humanos.