Desde que se dieron los resultados fraudulentos de las elecciones del pasado 28 de julio en Venezuela, las noticias de horrores son cotidianas. Las ilusiones de un final feliz son muy débiles dadas las atrocidades cometidas por el régimen contra el descontento del pueblo y contra los líderes de la oposición. La propaganda oficial ha convertido la maldad de sus actos en obra de quienes se oponen al régimen. Son maniobras burlescas que las toman por serias quienes aplauden desde la galería, que no son pocos lamentablemente.

El poder por el poder, pugna que ha durado siglos, y continuará como atributo de la humanidad demasiado humana, suele tomar la forma de una comedia. En los comienzos del siglo XIX, Napoleón, ávido de absolutismo, se hizo emperador. Persuadió al papa Pio VII para que fuera a París a coronarlo en Notre Dame. El papa acudió con candidez. Pero Napoleón cogió de las manos del pontífice la corona, se coronó a sí mismo y la puso en las sienes de Josefina, su esposa. El acto fue una comedia que dejó pasmados a los presentes y sin duda satisfechos a sus admiradores. Un día de agosto de 1934, hace hoy 90 años, la afición por las formalidades llevó a Adolf Hitler, que era entonces canciller, -o primer ministro como decimos comúnmente-, a visitar en persona en su lecho de moribundo al presidente Hindenburg en un pueblo cercano a Berlín. No fue una visita de caridad. Quería cerciorarse de que al presidente le quedaban pocas horas de vida. Logró que el agonizante anciano diera su acuerdo para que Hitler asumiera la presidencia conservando las facultades de canciller. Sus ministros firmaron sin leer el acuerdo. Fue así como llegó a concentrar en él todos los poderes del Estado. El totalitarismo hitleriano empezó con una farsa. Lo que siguió después, la locura de los campos de concentración, las invasiones, la segunda guerra mundial para abreviar, lo sabemos de sobra. Maquiavelo decía que el poder se conserva con el ejército y la fortuna, es decir, con las armas y la buena suerte. Con el primero a su favor y a sus órdenes, y la segunda asegurada ficticiamente, el régimen de Maduro se está imponiendo. Puede ser que no. Es la apuesta de la oposición. En El otoño del patriarca, que parece inspirada, entre otros, en el dictador Juan Vicente Gómez, la narración de García Márquez tiene tonos burlescos: el déspota gobernaba como si no fuera a morirse jamás en un palacio que era un mercado de burros y de gallinas, de boñigas de vacas, a pesar de tener blindados los portones. Las dictaduras: comedia de formalidades para aparentar su legitimidad.