El miércoles pasado se hundió el proyecto de ley estatutaria de la educación. Pese a los consensos de los partidos políticos, que se habían logrado en torno al proyecto, -con disensos de última hora-, arrastraba un pesado fardo: las duras críticas que se formularon por un precedente grave que fue la intervención indebida del Ministerio de Educación en el nombramiento de un nuevo rector destituyendo al que ya había sido elegido en la sesión anterior del Consejo Superior de la Universidad Nacional. Se vio con razón un atentado a la autonomía universitaria, preanuncio peligroso de más intervencionismos en la dirección de las universidades públicas. La errática aplicación de la reforma de la salud, por decreto, acabó fortaleciendo a Fecode, el sindicato más poderoso del sector público educativo. Los maestros sufrieron en carne propia las consecuencias de la pésima atención en salud, por lo que llevaban días de protesta ruidosa en las calles, pese a que el sindicato es, o era, un aliado del Gobierno. El Ministerio se jugó todas las cartas en favor de consagrar el derecho fundamental a la educación sin resolver el problema de la desfinanciación que a futuro iba a producir el más sonado objetivo del proyecto. Además, tampoco se integró lo más importante de ese derecho que era asegurar la calidad. Por ende, la libertad para elegir dónde y cómo educarse quedaba maltrecha. No se reconocía con claridad que el sistema de educación es mixto, público y privado. El entierro fue de tercera. El presidente del Senado no incluyó en el orden del día el debate para su aprobación faltando pocas horas para terminarse la presente legislatura.

No obstante, la educación necesita transformarse y la superior clama por una reforma de la ley 30 de 1992, que se quedó corta ante el desarrollo vertiginoso de la enseñanza, las nuevas pedagogías y el avance de las tecnologías educativas más recientes, fenómeno que es mundial. Lo que no quiere decir que tras el hundimiento del proyecto de ley estatutaria se acabó el problema y la discusión. Por el contrario, la reflexión y las tareas de una renovación a fondo del sistema educativo y sus retos para el futuro apenas comienzan. Son ineludibles. No es una cuestión solo de normas. Es un desafío para asegurar el futuro formativo de niños y jóvenes. No se reduce a un debate ideológico por el poder. Debe ser una discusión política y académica sin prejuicios sobre la educación pública y privada, poniendo la capacidad innovadora de líderes, profesores y alumnos al servicio de una educación humanista y transformadora.