Cuando me enteré, la semana antepasada, de la muerte del escritor Paul Auster, me sentí muy abatido. Era la noche y me puse a leer algunas páginas de su libro La invención de la soledad. Di primero con el párrafo donde se refiere a la muerte de su padre. Cuando supo la noticia, escribe: “no se me ocurrió un solo pensamiento noble”. Continúa: “su muerte no ha cambiado nada; la única diferencia es que me he quedado sin tiempo. Había vivido durante quince años, una vida tenaz y opaca, como si fuera inmune al mundo”. Un sentimiento de orfandad recorre el libro. Permanente desencuentro con su padre. 

Los buenos escritores tienen la virtud de hacernos confidencias a los lectores como si fuéramos sus cómplices. Y eso era lo que sentía con las lecturas de las novelas del escritor nacido en New Jersey, pero neoyorkino en el fondo de todo. Uno de los que mejor ha escrito sobre esa compleja y fascinante metrópoli del mundo contemporáneo, como son por ejemplo las tres novelas que conforman La Trilogía de Nueva York sobre la cual dice a través de su personaje que “el movimiento era lo esencial”; “(…) “en sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio”. Me hizo recordar a Heráclito el filósofo para quien nada en la vida es permanente, ni puede serlo. Todo se mueve en un fluir.

Nueva York no es ningún sitio y todos los sitios, yo también lo he sentido. Las veces que he estado en ella no he tenido necesidad de una guía turística, solo la red del subway para ir de un lado a otro. Con los libros de Auster uno tiene un conocimiento vital sobre Manhattan, Soho y de todo lo que se guarda en la memoria de los sitios que él amaba como la calle Brooklyn Heights donde Walt Whitman compuso a mano la edición de Hojas de hierba en 1855, que cita en Fantasmas  de la Trilogía. 

Nueva York ostenta los sitios más refinados del mundo, museos con piezas artísticas de todas las épocas, music halls innumerables, restaurantes de clase mundial. Hay de todo en sus calles por donde transita día y noche un río de individuos, perdidos cada uno en el anonimato. Entre ellos, mendigos, gente que gime, que maldice, que habla sola. “Mujeres con bolsas de plástico y hombres con cajas de cartón, que cargan con sus pertenencias de un sitio a otro, siempre en movimiento”. Cada uno piensa que es importante, que sin ellos “la ciudad se vendría abajo. Quizás la luna se saldría de su órbita y se estrellaría contra la tierra”, escribió en LaTrilogía.  Paul Auster fue un escritor que puso a Nueva York, con toda su verdad real e imaginaria, en el centro de sus escritos. Va a hacer falta.