En 1965, Norbert Elias y John L. Scotson publicaron los resultados de una investigación desarrollada a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta en una comunidad del centro de Inglaterra. El ensayo se titula ‘Establecidos y marginados’ y el lugar estudiado era una zona obrera llamada Winston Parva, conformada por tres localidades que a pesar de sus similitudes –nivel de ingresos, clase social, ocupaciones– habían construido pautas de identidad y diferenciación social basadas en la antigüedad de los barrios. Los investigadores encontraron que los barrios más viejos y de mayor tradición, veían como forasteros a los habitantes del barrio más joven, y la delincuencia y todo lo malo que ocurría en la localidad, era atribuida a estos. La vida en Winston Parva se dividía entre establecidos –los que llevaban varias generaciones habitando ese lugar– y los marginados –los que habían llegado después, considerados unos advenedizos problemáticos–.

Las conclusiones de este brillante trabajo y su condición de referencia para discutir realidades en otros contextos parecen renovarse con el paso del tiempo. Me resulta inevitable pensar en este ensayo en medio de la coyuntura de la oleada migratoria de ciudadanos venezolanos a Colombia y a varios países de América Latina. La presencia masiva de personas del vecino país ha construido unos imaginarios que deposita en ellos la responsabilidad por los actos que afectan la convivencia y la armonía en los escenarios públicos. Es como si los delitos, muchos de ellos con una arraigada tradición en estos lugares, encontrara ahora unos culpables inéditos que a la postre también terminan por volver inéditos los mismos delitos. El mayor peligro de los prejuicios es que se convierten en axiomas: donde hay venezolanos los naturales no delinquen; nada de esto sucedía hasta que llegaron los venezolanos.

Los migrantes de Venezuela se hallan en una suerte de limbo porque al final los que menos parecen importar son ellos. Por un lado, padecen la visión prejuiciada de la gente común y corriente que los ha convertido en un espejo para acicalarse y presumir en medio de su propia miseria; que han aprovechado su tragedia para desarrollar unos niveles de jerarquía en los que se asumen superiores, y por otro lado, las autoridades de algunos países están pensando más en el uso del fenómeno para tratar de fortalecer el discurso y las herramientas políticas en contra del gobierno del vecino, que en desarrollar una verdadera política de inclusión social del migrante.

La alternativa para el migrante no puede ser solo la precariedad del gueto. Cuando las naciones abren sus puertas deben hacerlo teniendo en cuenta la condición de dignidad universal del ser humano. Como dice Manuel Rebón, en el prólogo de la edición en español de Poética de la relación, el libro de Édouard Glissant: el inmigrante “conserva el derecho a pensar, a cometer errores, a tener éxito o fracasar como puede hacerlo cualquier ser vivo”. El Estado que lo recibe puede castigarlo, “según las leyes”, cuando sea necesario, “pero en ningún caso puede retirar lo que ya había otorgado”.

javierortizcass@yahoo.com