Tan barranquillera y juniorista era. La conocí en la vieja sala de redacción de Diario del Caribe en el inicio de mi carrera. Chiquita, collarcitos y pulsitos cuando aún nadie los utilizaba, mochila arahuaca, camiseticas sin manga, bluyines y chancletas. Fumadora desde entonces, boquisuelta y hormiguita jején. Era la jefa de redacción y única mujer. No recuerdo otra.
Después llegó Delfina. En ese salón de baldosas y cielo raso convivíamos el maestro Fuenmayor, Avendaño, Patrocinio, Sarmiento, Benedicto, Robles que un día pasó de fotógrafo a redactor y en un cuarto al fondo de un corredor, a mano izquierda, se alojaban los fotógrafos y la sala de revelado. Era el cambuche del Negro Páez, Copete Acuña, Gancho Buitrago, Rafaelito Páez y de Robles antes de ir a la redacción deportiva. El editor era Hernando Gómez Oñoro, a través del cual llegué, como free lance, a hacer mi primera experiencia en el cubrimiento del béisbol cuando Benedicto se jubiló.
Brillante, inteligente, mente abierta, aunque todo ello la definía como una bacana. Así, sencillo, Lola Salcedo era una bacana. Una mujer de vivir a su manera, de hacer a su manera e incluso, al final de los tiempos, de morir a su manera. Querer morir un domingo, el día más festivo de la semana, mientras las autoridades cerraban las playas porque el río humano asistente desbordó todas las estadísticas, es algo que, tal vez, sólo a ella se le podía ocurrir.
Mientras el mar, de esas playas colindantes con su casa, se movía al frenesí de la gente y con el desborde propio de quien sabe que en el mar la vida es más sabrosa, ella decidió marcharse por decisión propia y soberana. Y ahora estoy aquí sentado, ya no en las viejas máquinas de escribir de entonces y con el papel periódico amarilloso, sino en un computador donde he tenido que escribir y borrar porque, de verdad, tengo un corto circuito de recuerdos y realidades.
Comencé por aquello que Lola era juniorista y puedo dar fe que lo era porque, casi que en silencio, me preguntaba por el equipo ese mientras se la montaba a Sarmiento cuando salía a los entrenamientos y a los partidos y más cuando el Junior perdía.
“Ajá y esos manes corriendo en calzoncillos qué…” le gritaba. Hasta el día que Delménico la curó de espanto el domingo que pidió a Sarmiento ir con él al camerino para experimentar lo que sentían los jugadores al salir. En el estrecho corredor camerino-cancha, Juan Carlos le agarró una nalga. Se devolvió, cuenta Pacho Figueroa, y le clavó un par de cachetadas en medio de las risas de todos.
Rafael Sarmiento le preguntó después de porque se había dado cuenta que fue Delménico si el pasillo estaba oscuro. La respuesta fue clara “ay marica, porque me agarró con la misma fuerza en la mano que usa para detener un balón”. Y ahora querida Lola, cuando decidiste cambiar de mundo, yo decidí contar que era a mí al que le preguntabas, muy en secreto, sobre el Junior, tu Papá…