Esta pandemia ha puesto en pantalla gigante desde las estupideces de Trump y Bolsonaro, hasta las ruindades de los mandatarios locales colombianos que han usado la emergencia para tumbarse una plata.
Ha desnudado, asimismo, nuestros casi genéticos comportamientos inciviles. Yo decía, hace poco, citando al humorista Laureano Márquez, que a nosotros ese desperfecto de fábrica nos viene del abuelo español que nos inculcó que la Ley se acata, pero no se cumple.
Pero, ese cuadro de generalizada desobediencia crónica, en una emergencia sanitaria, no se cura con medicamentos draconianos. Como los toques de queda, el pico y cédula y los comparendos (que hasta el viernes pasado llegaron a 6.500 en el Atlántico, y solo 2 habían sido cancelados).
Aún más: entre algunos intelectuales se ha discutido sobre el peligro de volver a la tentación autoritaria de los estados de excepción padecidos en épocas pasadas. Como el Estado de Sitio que se empleó en Colombia siempre que había un trastorno popular en las calles. O que la guerrilla desde la selva profunda proclamaba un paro armado. Las sociedades de control funcionan en lugares como China por sus milenarias tradiciones de obediencia y por la dictadura del Partido Comunista. Allá la voz de Xi Jinping es más respetada que la del Papa en el mundo católico.
Acá es otra cosa. No tenemos tampoco el sentido del acatamiento de los anglosajones. Un inglés, dice Márquez, en un semáforo en rojo que no cambia preferirá morir ahí y no volárselo. En contraste, en nuestro universo de la transgresión es probable que en un semáforo nos vendan, a la vez, cerveza y el Código de Tránsito.
Por eso, no debe sorprendernos el masivo funeral de Candelaria. Menos la festiva insubordinación en Barranquilla y el área metropolitana durante el Día de la Madre. “Ron, baile y dominó”, según un titular de EL HERALDO, fue lo que se vio el domingo en el “planeta sur” de la ciudad, como le llaman los locutores locales a este sector.
Así de delirante es nuestra realidad. No somos Noruega o Finlandia, o cualquier otro paraíso nórdico, donde, como dice Márquez, la gente se deprime de no tener de que deprimirse. Desde luego, muchas familias han llevado con paciencia este obligado encierro, lo resalto y aplaudo, pero proliferan los que han preferido ignorar el virus homicida. Están también los que, abandonados de la mano de Dios y del gobierno, han tenido que salir, comprensiblemente, a rebuscarse en las calles.
Creo que es inevitable esta conclusión: los gobiernos locales, así como han acudido a la opinión de los expertos en salud para que les digan qué hacer, deben convocar a los que pueden ayudarles a construir una nueva ciudadanía. Esta debe ser una de nuestras prioridades de aquí en adelante. Implica tiempo y recursos, pero ayudará a civilizar esta sociedad y a mejorar la calidad de la democracia.
@HoracioBrieva
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