Con la exitosa telenovela Leandro Díaz, que se transmite todas las noches por el canal RCN, en la magistral interpretación del artista urumitero, Silvestre Dangond, se metió de lleno en el corazón de los colombianos, así como a Silvestre Dangond le tocó el alma, así ha sido a los millones de colombianos. Leandro fue mi amigo y siempre me contaba que en sus inicios fue primero adivino y es así como a la finca Alto Pino acudían personas para que el muchacho ciego, al tocarle las manos.

Autor de más de cien canciones, con las cuales inmortalizó al Vallenato, donde “La Diosa Coronada” sirvió como epígrafe en la obra del laureado nobel, Gabriel García Márquez, “El Amor en los Tiempos del Cólera”, canción esta con la cual identificaban los cachacos como Daniel Samper Pizano, a este viejo gallardo, ciego de nacimiento, pero Dios le entregó los ojos del alma, por ello, la composición “Dios no me deja” fue como una profecía de lo que sería su vida en ochenta y cinco años de una vida llena de afujías y de temple, tal como lo expresara su hijo, Ivo Díaz, quien con lágrimas en los ojos le decía al mundo que su papá fue un valiente ante la vida que le tocó llevar.

Los primeros años de su vida, aquellos que no recordaba y los que recordaba con precisión, fueron los más difíciles. Era un objeto inútil que no lograba despertar algo distinto a la compasión. Los primeros pasos los dio en medio de tropezones, golpes imprevistos, caídas de aprendizaje y la sensación de estar siempre en el lugar menos indicado. Más tarde, siguieron más tropezones: en el campo, cuando aprendió a buscar por sí solo el camino de sus canciones. En los pueblos, donde descargaba la razón de su garganta, que era la misma que la de su vista. En las mujeres, que conoció tarde para la edad, pero joven para el amor. En cada verso que afloraba de su maravillosa testarudez. Es decir, antes de levantarse del piso, ya estaba agarrado del cielo. Leandro fue un muchacho al que la tristeza solo le quedó en las arrugas de la cara, porque las del alma ya se habían ido.

Un mundo de dos papeles, que le tocó vivir la mayor parte de su vida, y que cuando los efugios se marcharon, los veía con mayor claridad. Esas canciones marcaron la ruta de los años que iban pasando. Era el Leandro al que no lo consolaba nadie.

El que creía poco en los amigos de los tiempos buenos, y machacaba hasta el cansancio una temática recurrente que reclamaba, incluso, los plagios de sus cantos. Por ello, por ejemplo, en la canción “El Negativo”, Leandro expresaba su inconformismo: “todos quieren gozar así, parrandeando con mis canciones, las ofertas van por montones todos me ofrecen pa' no cumplir. No sé porque me pagan mal si con todos mis amigos me porto bien”, ese era el Leandro resabiado que se molestaba con los amigos que le ofrecían de todo y no le cumplían con nada.

Sin embargo, al lado de sus resabios comprensibles, iban apretujados los otros afanes: el amor a la naturaleza a la mujer y a su tierra. Ya las mujeres eran cosa de su trajín, se dio el lujo de comparar su cambio con los de las traslaciones de la luna, y como para que sus luces no quedaran desperdigadas, las narraba con un verbo fino y sencillo, dulce y cortante, adornado con figuras adelantadas y con palabras y modismos raizales que encajaban perfectamente en lo que quería expresar. Este es el perfil de lo que era Leandro Díaz Duarte, el Ciego de Oro, la mayor expresión poética que Dios le dio a todos los amantes del folclor Vallenato.