El Plan Nacional de Desarrollo es un buen ejemplo de cómo al poner en jaque mate a la pequeña y mediana empresa, el gobierno central condena al país a retroceder en el proceso de modernización de infraestructura, fundamental para atender necesidades básicas de la población y mejorar sus condiciones de vida.
Me refiero específicamente a los artículos 79, 98, 99, 277, 351 y 366 del PND que, mediante un esquema de contratación directa, deja la construcción de vías terciarias y caminos vecinales, en manos de las llamadas Asociaciones Público-Populares, las cuales carecen del conocimiento, el rigor técnico y la experiencia que exige la ejecución de este tipo de obras.
Con ello, el llamado gobierno del cambio destruye el tejido de las PYMES de ingeniería que han contribuido a desarrollar la infraestructura productiva del país, sin considerar, por ejemplo, que, en la costa Atlántica, ellas constituyen entre el 80 y 85% de las empresas del sector.
Desconocer la Ley 80, de contratación de la administración pública, y la Ley 1882 de 2018, que frenó las licitaciones hechas a la medida, es cercenar las posibilidades de ejercer control y vigilancia sobre los dineros públicos que irán a financiar estas obras y que fácilmente pueden desviarse hacia las arcas de quienes, de manera inescrupulosa, utilizan este instrumento para apropiarse de recursos del Estado.
En su afán de que fuera aprobado el PND, el Gobierno nacional opta por desmontar los mecanismos que hoy permiten hacer transparentes los procesos de contratación y ejecución de proyectos de infraestructura, debilita al extremo la gobernanza que debe primar en estos procesos y crea las condiciones para que derivemos hacia una sucesión de obras inconclusas o con debilidades estructurales que incluso pueden poner en riesgo a sus usuarios.
La responsabilidad de las situaciones que se derivan de los artículos antes señalados del Plan Nacional de Desarrollo no recae únicamente en el poder ejecutivo, sino también en el Congreso de la República que, aun siendo advertidos de sus perniciosos efectos, los aprobó, muy probablemente por la falta de conocimiento técnico de sus integrantes, quienes no dimensionaron la gravedad de esta situación.
Lo que se presenta como un instrumento para el fortalecimiento de la economía popular bien puede generar un nuevo caudal de corrupción y, con ello, debilitar la naturaleza de las juntas de acción comunal y organizaciones similares, incluso podría comprometer penalmente a sus representantes legales. Fomentar los esquemas asociativos, para que puedan incorporarse formalmente al tejido productivo del país, es un propósito válido y plausible, pero sin que ello signifique la desaparición de pequeñas y medianas empresas con trayectoria en el sector de la ingeniería, la infraestructura y la construcción de Colombia. No cambiemos para agravar las difíciles situaciones sociales y económicas que tenemos en nuestra nación.
*Director ejecutivo CCI Norte