El pasado 4 de octubre mi Facultad de Medicina en la Universidad del Cauca cumplió 70 años de refundada en el siglo XX, ya que tiene una historia en el siglo XIX en un período que va de 1835 a 1890, año en que debió cerrarse por las guerras, la política y las consecuentes dificultades financieras. En este período de existencia académica, en el que graduó a los primeros siete médicos en 1956, el programa de medicina se ha mantenido en los más altos estándares académicos, como consta en la Acreditación de Alta Calidad concedida por las autoridades competentes en octubre de 2010 y todavía vigente.
Fui un afortunado al llegar a esa facultad de medicina y conocer de su grandeza en el entrenamiento para ser médicos, ese periplo en el que empezamos a construir el orgullo de ser egresados de su alma mater por hacernos conscientes de la formación como profesionales expertos en diagnosticar con la semiología, es decir, el análisis de los síntomas y signos que presenta el paciente, y sin necesidad de tanta tecnología; basta con usar de manera coherente los pilares básicos de la observación, palpación, percusión y auscultación; el resto, los exámenes de laboratorio y la tecnología, se ubican dentro de lo que se conoce como “ayudas diagnósticas”.
Esa forma de concebir la medicina es la original desde los chamanes en adelante, vale decir, desde cuando empezó a desarrollarse un corpus médico a manera de taxonomía clínica que describe y clasifica los síntomas y signos de las enfermedades; se llama “formación como clínico”, con la que se diagnostican la mayoría de enfermedades. Esa fue la medicina que nos enseñaron a nosotros, con un enfoque biológico, psicológico y social.
Lo más importante que nos enseñaron fue a pensar la medicina, a ver al paciente en todas sus dimensiones humanas, a comprender el sufrimiento ajeno para ser solidario con ese dolor desde la distancia técnica que impone la ética médica. Hoy, con la misma edad de mi facultad de medicina, compruebo que tenemos una escuela del pensamiento médico, algo muy difícil de construir y que requiere un proceso de años y la complicidad inteligente de todos los allí formados para mantener ese nivel. Es la razón de nuestro orgullo como egresados, esa formación clínica que nos lleva al enfoque sistémico del paciente como un ser humano y nos permite escoger la mejor alternativa para resolver o paliar su enfermedad.
No tengo la menor duda en recomendar mi facultad de medicina a todo aquel que me pida consejo acerca de dónde podría estudiar medicina un hijo suyo. De hecho, mi hija de 13 años ha expresado que uno de sus posibles estudios profesionales sería medicina, yo me amarro una mordaza para no decirle que desista, teniendo en cuenta el estado actual de la medicina; pero sabe que, si se decide, vivirá en Popayán y estudiará en esa facultad de medicina. Sabe que esa ciudad es bacana.
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