Cuarenta años después de la toma y retoma del Palacio de Justicia, Colombia aún se debate entre la memoria, el olvido y la revaluación de interpretaciones históricas ya aceptadas. El 6 y 7 de noviembre de 1985, el país fue testigo de uno de los actos más irracionales que se recuerde: un comando armado del M-19, financiado por el Cartel de Medellín, irrumpió a sangre y fuego en la sede de la Corte Suprema de Justicia, en la Plaza de Bolívar, de Bogotá.

Su propósito no era político ni revolucionario, sino criminal: asesinar a los magistrados que se aprestaban a decidir sobre la constitucionalidad del tratado de extradición al que tanto le temía Pablo Escobar. Los hechos están bien documentados. Investigaciones judiciales, disciplinarias y testimonios coinciden en que hubo una alianza entre guerrilla y narcotráfico.

La primera puso las armas y el discurso; el segundo, el dinero y la motivación. El resultado, 94 muertos, entre ellos 11 magistrados, 242 afectados física y sicológicamente, un número indeterminado de desaparecidos y la destrucción simbólica y física de la Justicia. En consecuencia, no fue una “insurrección”, ni una “acción genial”, como irresponsablemente señaló el presidente Gustavo Petro, exmiembro del M-19. Fue, en palabras del magistrado Jorge Enrique Ibáñez, actual presidente de la Corte Constitucional, “una acción demencial”. O “acto terrorista”, como lo ha calificado el Consejo de Estado en varias de sus sentencias.

Colombia no puede aceptar que el ventajista revisionismo histórico de Petro tergiverse la verdad judicial. Por eso en sus intervenciones, con ocasión del aniversario, los presidentes de las altas cortes insisten con contundencia en que el asalto fue un crimen contra el Estado de Derecho. Negar esa verdad, considerar lo sucedido como un acto de insurrección o ver grandeza en semejante hecho terrorista, es traicionar la memoria de quienes murieron defendiendo la justicia, ofender a las víctimas y a sus familias y, otra vez, asesinar la razón.

Eso no exonera al Estado de sus errores. Faltaría más. La retoma militar fue desmedida, improvisada y muy cruel. Hubo desapariciones, ejecuciones extrajudiciales y un inhumano manejo de los rehenes. La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por esas violaciones. Pero esas culpas no borran la responsabilidad inicial de los victimarios que desataron el horror. Pretender lo contrario es una afrenta a las víctimas.

La verdad completa —sin silencios, sin eufemismos— exige reconocer que el M-19 actuó con sevicia, que el Estado respondió con descomunal torpeza y que ambos desangraron la democracia. Hoy, los discursos que romantizan aquella barbarie hieren la memoria de los magistrados inmolados Reyes Echandía, Gaona Cruz, Medellín Forero…, del resto de servidores judiciales que murieron en cumplimiento de su deber y de los demás inocentes.

No se trata de venganza, sino de coherencia histórica. A cuarenta años del holocausto judicial, Colombia debe reafirmar un principio innegociable: la violencia nunca será una vía legítima para disputar el poder. La brutal toma y retoma del Palacio de Justicia fue un ataque al corazón mismo de nuestra democracia. Olvidarlo, tratar de justificarlo, o deformar la historia de lo que en realidad pasó no solo mantiene abiertas las heridas de la falta de la verdad y justicia histórica, sino que allana el camino para que esta monstruosidad se repita.

Es lamentable, sobre todo moralmente inadmisible, que 40 años después del Holocausto el fuego, esta vez verbal, amenace a la justicia. Los calculados discursos de odio contra jueces, diseminados desde las más altas dignidades de la nación, se convirtieron en la nueva forma de asedio al Estado de Derecho. Cuando desde el poder se infunden recelos, desconfianza; se desacredita a los garantes de la justicia o se les acusa de conspirar, se corre el riesgo de normalizar la violencia contra las instituciones. Y ya sabemos sus consecuencias.

Defender la independencia judicial garantiza el equilibrio de poderes, la libertad y la paz. Quien siembra desprecio hacia los jueces cosecha autoritarismo y caos. Cada nuevo ataque verbal de Petro o de quien sea contra una sentencia o un magistrado aviva el fanatismo de quienes creyeron que la violencia podía sustituir el debate. Basta de tratar de quemar a las instituciones usando la palabra como arma. Que nadie calle ante tanto despropósito; si algo debemos aprender de 1985 es que la violencia contra la Justicia no se enfrenta con silencio.