Una coincidencia tipo veinte veinte, como se dice ahora y tal, que da para pensar en la posibilidad de un disfraz que reúna los dos conceptos. Un atuendo muy complejo intentar vestir de marimonda a un sacerdote romano del siglo III, San Valentín, un sacerdote de perrenque, con un sentido de justicia que le permitió enfrentarse al emperador Claudio II, quien tiró una nota barro: queda prohibida la celebración de matrimonios para los jóvenes, porque el matrimonio descuenta jóvenes para la guerra al establecer una familia, mientras que el joven soltero no tiene mayores compromisos y eso lo hace mejor soldado. La propia lógica de los señores de la guerra.

A San Valentín le pareció que ese decreto era injusto y celebraba matrimonios en la clandestinidad, hasta cuando el emperador se enteró -nunca faltan los sapos- y lo llamó a puyengue. San Valentín era un teso, aprovechó la ocasión para tirarle la carreta del cristianismo, pero el gobernador de Roma y el ejército le dijeron al emperador que mejor le cortaran la cabeza, lo cual sucedió el 14 de febrero del año 270.

La complicación del diseño del disfraz empieza cuando suena el himno: “Faroles de luceros girando entre la noche, la brisa es un derroche de sones cumbiamberos”, porque enseguida se pregunta uno ¿De qué lo disfrazaré?, es decir, ¿cuál es la otra mitad del atuendo? No es fácil disfrazar a un sacerdote porque una sotana no combina con cualquier cosa, quedan descartados el burro mocho, el mico prieto, el perro bravo, el tigre mono, el cien pies, el pacopaco, el negro tiznao. Las mejores opciones siguen siendo la marimonda y el garabato, porque la mitad del sacerdote puede llevar el farol y tal, mientras la otra mitad puede decidir entre el arrebato de la marimonda o la elegante recocha del garabato, con garabato incluido, y tal.

Me suena más la marimonda, pero no la sofisticada sino la original, la que se hace volteando al revés una chaqueta y un pantalón, un par de medias como guantes y careta hecha con la funda de una almohada, zapatos al libre albedrío pero cómodos para bailar y hacer piruetas; siempre recomiendo los zapatos de colores yeyé bien lustrados.

Me estoy imaginando al sacerdote disfrazado de marimonda con un pie calzando una sandalia y el otro unos zapatos como los de Juan Pachanga. Luce interesante el invento, con el absurdo necesario para llamar la atención, con la porción de mentira que conlleva un disfraz, apenas adecuado para un país que se debate entre la bipolaridad de una supuesta rectitud representada en el sacerdote, y el desorden político y administrativo que nos tiene como nos tiene: una mentira a los cuatro vientos con una posterior enyardada donde duele, en el bolsillo.

Porque no es como dice mi segunda madre, Celia Cruz, que la vida es un carnaval y las penas se van cantando; Madre, las penas sólo se irán cuando haya equidad y paz.

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