Nuestra realidad no es perturbada por numerosos asesinatos. A propósito de una democracia real, pensando en Colombia, podríamos preguntarnos cuántos crímenes dicha democracia soportaría impunemente. Uno, quizás; dos, puede ser; tres, también; más, de pronto; pero no cientos ni miles.
Aquellos que nos pregonaron, a costa de mantener la guerra, que solo aceptarían la paz si era sin impunidad, hoy tendrán que entender que la muerte no es justicia ni tampoco ausencia de impunidad. Y quiénes son asesinados cada día, vienen siéndolo por reclamar sus derechos, su tierra, defender derechos humanos, simplemente protestar o defender el medio ambiente como un asunto de supervivencia. Quienes son asesinados no son los hijos o los miembros de aquellas familias que aún se oponen a la paz pactada, porque no es aquella que ellas reconocen y que está basada en el despojo o en premisas ideológicas de un modelo democrático empañado por dolor y sufrimiento.
Existen muchos modelos de democracia, pero una que tolere el asesinato diario no era pensable. Y aun así, paradójicamente, la que tenemos en Colombia responde a un principio fundamental basado en que las instituciones converjan con aquello que las personas reconozcan, acepten, consideren válido o posible.
En el último tiempo existe una pugna y una purga para que la democracia que construyamos sea lo más limitada posible; es decir, que se reconozca con pobreza y miseria, con libertad vigilada en todo lo que sea necesario y con propiedad ilimitada para unos (los menos) y negada para otros (los más). La propiedad es la existencia del control de la tierra y del poder financiero; y estos están cada vez más concentrados en el mundo.
Si entendemos que la democracia es la posibilidad de elegir a los gobernantes y permitirles que expidan normas para ordenar y organizar la vida, no significa ir en detrimento de protegerse contra la opresión que provenga del gobierno, sobre todo si se trata del gobierno de los más ricos.
Lo peor que nos puede pasar sería que esta democracia termine en una simple competencia entre élites con visiones contrarias, antagónicas, que producen un equilibrio sin participación popular. Esta democracia es moderada y perturbada por el recuerdo moral de los asesinatos que moldean dicha competencia. El modelo imperante es inconveniente y la posibilidad de sustituirlo por algo más participativo y real (más allá de la Constitución) sería algo muy serio y controvertido. Hoy aparece en Colombia, como una salida, un modelo de democracia con participación. Esto es lo que ha brotado en las últimas semanas: una democracia basada realmente en el valor de la libertad, no de una minoría sino de todos los ciudadanos. Veremos cuánto de eso entenderemos y acogeremos. Por supuesto que se requeriría de instituciones y personas que lo posibiliten. El futuro nos podría deparar esa democracia o la continuidad del modelo hoy vigente de democracia de la propiedad de la tierra y de los bancos para unos pocos.
La viabilidad de nuestro sistema político depende de cómo se puedan ajustar nuestras instituciones a la gente con la que debe funcionar dicho sistema.
Solo cuando ya no se acepten los valores y las imágenes del sistema vigente harán falta otros valores, otras imágenes y nuevos paradigmas. Al parecer es esto lo que está ocurriendo. Si las personas empiezan a verse de otra forma, resulta posible y necesario otro sistema social y político: más democrático. Y entonces, estos asesinatos cotidianos no serán vistos como normales o como el costo de tener o de creer que tenemos una buena democracia o la que solo es posible.
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