En la prensa leí que Óscar Acevedo es “pionero del jazz” en Colombia. Se olvidó mentar a un gran músico anterior: Armando Manrique Daza… Alberto Calderón Lombana, B/quilla
En efecto, antes de que Óscar Acevedo naciera en 1958, había brillado Armando Manrique Daza, nacido en Riohacha en 1940, esto es, 18 años antes. El libro Jazz en Bogotá (2010), dice que el maestro Acevedo fue uno de los pianistas que admiraron a Manrique y recibieron su legado, por lo que aquel no pudo haber sido pionero del jazz, ni siquiera uno de los primeros, pues cuando surgió ya fulguraban nombres como los de Julio Arnedo, Jimmy Salcedo, Joe Madrid, Edy Martínez y Manrique. Este último, que solo vivió 43 años, muchas veces fue calificado como excepcional, talentoso, “precursor, difusor y primer gran exponente del jazz en Bogotá”… Antes, había establecido en Cali el bar Manricura, que era también el nombre de su grupo de ese momento y su seudónimo cuando en las décadas de los 50, 60 y 70 actuaba en televisión en espacios como Éxito 73 y Espectaculares JES, en los que tocaba sus piezas de jazz o acompañaba a grandes cantantes. Sea esta, pues, una loa al maestro Manrique, para que su nombre no se olvide y siga esculpido en el templo de los grandes músicos que ha dado nuestro país.
Los rasgos más reconocidos del ‘boterismo’ son la volumetría y la rotundidad. ¿Podría añadirse el buen manejo de la desproporción? Jorge Atanasio, B/quilla
Aunque para esta pregunta abarcadora hay aquí poco espacio, este sí alcanza para decir que Botero tomó el concepto del volumen de Piero della Francesca y de Tommaso Masaccio, pintores del quatrocentto italiano (siglo 15); igualmente, asimiló de Paolo Ucello y Andrea Mantegna, artistas italianos del mismo siglo, la geometría al fondo de sus cuadros y la traza robusta de sus figuras. Al comienzo de su madurez pictórica, la rotundidad ya es visible en los colores de sus obras, en las que, gracias a una exploración disciplinada, empezó a usar azules, rojos y verdes fuertes y nítidos y sombras rebosadas y concretas. Es casi un lugar común afirmar que la desproporción de su pintura, rasgo que puede añadirse a los dos arriba mencionados, nació con su célebre Bodegón (1956), en el que aparece una mandolina con un orificio resonador demasiado pequeño, que no corresponde a las dimensiones opulentas del instrumento dibujado. Sin duda, nutriéndose con esas ideas, iba dando rienda a su capacidad para sugerir contenidos sensuales y seductores, como con el tiempo se comprobó.