La diversión como único propósito de vida se ha convertido en la utopía posmoderna, que arremete contra las vidas reales, contra el connatural error humano y la capacidad de responder ante momentos críticos. No es nada nuevo que las redes sociales y la hiperconectividad a la que estamos expuestos algunos, han llevado a la idea generalizada de que existen vidas perfectas, familias absolutamente felices, jóvenes que viajan por el mundo y cuyo espíritu aventurero no tiene límites, mujeres físicamente ‘perfectas’ y sorprendentemente exitosas, o solteros codiciados que se sienten el ombligo del mundo. Son precisamente esos perfiles creados, a partir de un poco de realidad y bastante de ficción, lo que han llevado a medir el sentido del día a día en múltiples pequeños momentos de satisfacción que puedan ser compartidos en redes y en todas nuestras esferas sociales, creando una sensación de que si no se tienen esos cortos momentos de estética compartida, se perdieron esas horas dedicadas a existir.
Todo esto, que bien ha sido descrito por Vargas Llosa en su ensayo ‘La civilización del espectáculo’, como un mundo donde el primer valor es el entretenimiento, no es algo fortuito y tiene explicaciones en el cambio de las prioridades de la humanidad. Ahora, si bien estas características son propias de nuestros tiempos, lo cierto es que la carga negativa que esto genera a la individualidad y a la concepción de las vidas como un resultado de esfuerzo y experiencias complejas, ha dejado por el suelo valores que aún no debemos desechar y que pueden servir para forjar vidas más felices y menos sentimientos superfluos.
Los usuarios de las redes hemos caído en la trampa de querer mostrar lo mejor de nosotros, lo bello, lo estético y lo fácil, como si los logros cayeran del cielo, como si para llegar a una determinada meta no existiera un proceso previo de esfuerzo y, en muchos casos, de sufrimiento.
Caer en la trampa nos lleva a banalizar aquello que nos hace humanos, como sentir el desamor, perder, y muchas veces ganar con esfuerzo. El 2017 nos deja muchas historias de gente joven que, siguiendo esos parámetros de exaltada felicidad virtual, cayeron en fuertes depresiones que los llevaron a tomar decisiones trascendentales contra su vida, dejando una huella muy dolorosa para la sociedad y para sus familias. La invitación para el 2018 es a repensar nuestras vidas y mirar si lo que reflejamos a nuestro entorno es verdaderamente sano y motivo de inspiración, o por el contrario solo sirve para alimentar frustraciones generadas por la civilización del espectáculo.
@tatidangond